domingo, 27 de febrero de 2011

Entretenerse



Temprano, el Duque avisó que había autorización y quién sería el candidato. Eso levantó un poco el ánimo. De tanto en tanto venía bien un poco de acción, si no las guardias se hacían muy largas. No hizo falta coordinar las tareas.
Después de cenar cuando se juntaron en el predio,  el encapuchado ya estaba de espaldas contra el paredón. En calzoncillo y camiseta, así se veía mejor. Con un tono acorde a las circunstancias, el Gaucho le informó que debido a una disposición interna debían  mantenerle la venda sobre los ojos, aunque si él quería podían desatarle las manos.  El tipo, temblando, estuvo de acuerdo.
Jiménez dio las órdenes y los otros prepararon, apuntaron y dispararon al unísono un proyectil cada uno. El condenado se sacudió al tiempo que llevaba los puños al pecho y caía de costado.  
A algunos, las carcajadas los doblaron en dos al verlo boquear y patalear todavía, en el piso. No fallaba: cómo se la creían, cuando en realidad las balas se clavaban en la pared, a un metro por encima de la cabeza.
El que había levantado las apuestas fue el encargado de corroborar si el prisionero se había cagado encima.  Lo inspeccionó, lo pateó, lo auscultó.
¡No ganó nadie! —gritó— ¡Que se muera no vale! ¿Qué hacemos? ¿Tenemos tiempo para otro o dejamos la guita en el pozo?


Imagen extraída de la red

domingo, 20 de febrero de 2011

El llamador de vientos





 Juega con la valva como si fuera una moneda. Es una de esas chata, lisa y dura de color gris nacarado.  Le hizo un agujero perfecto cerca de la charnela, en el punto que no resiste el golpe de clavo y martillo; así podrá engarzarla junto a las otras.
La valva se desliza lentamente  hacia delante y atrás  por el dorso de sus dedos y ella se asombra por conservar, todavía, la flexibilidad.  No sabe por qué se ha puesto a jugar precisamente en aquel momento.  Será porque  no ha hecho un llamador en mucho tiempo y necesita el prólogo: una aproximación a los elementos, al diseño.
El lugar donde lo colgará es muy ventoso: sonará día y noche. Extraña esa música.
Recuerda la vez que su madre le enseñó a hacer un nuevo cordel.
“Hagamos una trenza con dos hilos”.
“No es posible. Las trenzas se hacen con tres, se va a desarmar” 
No sólo existía una trenza de dos hilos, sino que no se desarmaba. Un cordel prieto, retorcido, ideal para las tapas pesadas, cóncavas y rugosas de las ostras.  Siete  trenzas largas  para cinco líneas de valvas, hicieron. Una escultura de sonido grave y movimiento aletargado.
El que tiene en mente ahora es uno pequeño, liviano. Valvas silíceas redondas, como la que tiene en la mano. De las que tintinean como campanitas y abundan en esa playa. Hilos: sólo tres, simples. Que dure lo que dure. Las trenzas de dos hebras se hacen de a dos, igual que los llamadores grandes.

Imagen tomada de la red



sábado, 12 de febrero de 2011

Consuelo


 Durante el tratamiento me ocurrió todo lo que estaba previsto y aún más, porque nadie habló de sueños recurrentes.
Volaba altísimo sobre el mar, con los brazos abiertos, la ropa flameando como superhéroe. Cuando sobrevenía el terrible cansancio del vuelo, soñaba que era pájaro y seguía volando. Pero éste era uno con alas ajadas, al límite de sus fuerzas también, que  pronto buscaba inútilmente adónde posarse. Así, navegante agotado y ave maltrecha emprendían vertiginosa caída. Entonces, antes del desastre, yo siempre despertaba exhausto pero agradecido en la cama del hospital.
Cuando me empezó a crecer el cabello nuevamente parecía plumón, y por un tiempo me preocupé.

sábado, 5 de febrero de 2011

Los cuadros


Carlos me recibe en su taller; quiere que vea sus últimas pinturas antes de embalarlas para una muestra en el extranjero. Miramos, comento, me explica  y, de pronto, dice que tiene una tela de Felicia que no he visto. Felicia es amiga de él -también pintora y escultora-, un tanto excéntrica en mi opinión.
Sigo a mi amigo hasta su casa a continuación del taller y a la habitación de su hija Sara, la dueña del cuadro; Felicia se lo regaló porque la adolescente quedó impactada al verlo. Y no es para menos: la obra es dramática, técnica mixta en acrílico y madera, fondo negro. En el tercio superior, desde un lado una línea roja ondeante cruza y se vuelve plana al llegar al otro; en el tercio inferior: la mujer acostada, la cabeza a la izquierda, mira al observador con ojos desmesurados, un brazo extendido, la mano abierta como pidiendo ayuda. Está hecha con láminas de madera pintadas adheridas a la tela y sobresale en primer plano. El conjunto es brutal: yo no lo colgaría en mi cuarto como ha hecho Sara. Me deprimiría si cada día al despertar viera esa mirada pavorosa, comento y él menea la cabeza con resignada aprobación.
Es Felicia—dice—. Después que salió de terapia intensiva ha estado pintando su propia muerte. Yo recuerdo que pasó más de un año desde entonces, pero lo que Carlos manifiesta le da un cabal sentido a mi apreciación. Es el espanto y la sorpresa del que no quiere morir ante la inminencia del hecho, lo que ha puesto en esos ojos. Sobrecogedor.
Éste es el primero de una serie —añade—. Todos similares, la misma temática desesperada. Felicia los está regalando a gente muy joven, empezó con el que le dio a Sara.
Lástima no ser tan joven, ¿no será lo mismo que una se sienta así? —lo interrumpo jocosamente.
No creo —sonríe apenas—. Y esto tiene algo siniestro, sospecho —habla exaltado—. Porque con esta dádiva cree estar consiguiendo una suerte de salvaguarda: mientras conserven o cuiden su obra o algo más que no sé exactamente qué es, ella estará bien.
Pienso en una suerte de vampirismo, pero desconfío de esta loca asociación y no digo nada.
Está obsesionada —sigue—. Pinta a un ritmo desenfrenado y cada obra es como un fetiche; en esa calidad la entrega: fetiches y talismanes a la vez. Temo que está dañando a los chicos. Es como si hiciera un pacto con cada uno, endilgándoles la responsabilidad por su salud, su bienestar. Sara no contó nada, pero he escuchado cuando hablan. Felicia la llama con frecuencia. Realmente no la entiendo —se pasa los dedos nerviosamente por el pelo.
A mí no me extraña, ella siempre supo manipular a los demás; ahora,  ha de haberse vuelto loca. Me reservo mi opinión porque Carlos no merece mi sarcasmo ni mi juicio apresurado; en cambio, digo que probablemente esté exagerando, que tal vez a Felicia esta etapa generosa le haga bien. ¿Qué puede estar obteniendo de los chicos más que apoyo o halagos? Si eso le ayuda, todo está en su cabeza.
Ojalá fuera como decís —habla sin convencimiento—. Vos viste este único cuadro. Yo vi los otros que tienen las amigas de Sara. Vinieron a dormir y cada una trajo su obra, no sé para qué porque no dieron ninguna explicación, pero te juro que no hay nada bueno en esos cuadros. Esa noche les eché un vistazo mientras ellas cenaban y me agarró un dolor de cabeza atroz: te lastiman, creéme —me mira fijamente como esperando una explicación que no puedo darle, y recién entonces me doy cuenta de cuál ha sido la verdadera razón por la que me invitó. Es un momento perturbador. Ante mi silencio, da por terminada  la charla y vuelve a colocar la obra en el estante donde estaba. Pero cuando ya casi hemos salido del cuarto, la pintura cae al piso. Nos sorprende.
Uy, no le digas a Sara —pide. La tela ha quedado dada vuelta y mi temor es que la figura se haya desprendido. Pero no. Carlos suspira aliviado también y la regresa a su lugar con sumo cuidado. Te lo ruego, por favor —reitera—. Sara se lo ha tomado muy en serio. Demasiado. Ni siquiera menciones que la viste. Su tono  me hace sentir más incómoda aún. Le aseguro que no lo haré y para disolver esa tensión, pregunto si la obra tiene un título.  Por supuesto. Y uno muy obvio —dice con fastidio—. Adiviná. 
Está alterado por la situación, lo tortura la idea de que Felicia pueda estar usando a Sara de un modo que no alcanza a entender; a pesar de que su agresividad hiere, lo comprendo. Preferiría irme, pero no puedo rechazar el café que me ofrece inmediatamente, como una disculpa.
Carlos termina de servir los pocillos cuando se nos une Erica, su segunda esposa, la madre de Sara. Se anima la charla; poco a poco me voy relajando, al igual que Carlos; hablamos de la muestra por la que viajarán a México, de filmes que debemos ver, de libros. Hasta que Erica contesta su celular. Es Sara que grita, tanto, que Carlos y yo la escuchamos claramente. Felicia acaba de morir.  Estaba en su taller pintando y se desplomó. No pudieron ayudarla. Una amiga de Sara estaba con ella: fue quien le avisó. Llora y pide que la vayan a buscar. Los tres nos hemos levantado conmocionados. Erica sigue intentando calmarla. Carlos toma rápidamente las llaves del auto; no me mira a los ojos, ni siquiera cuando nos despedimos apresuradamente en la calle. Los veo irse. Permanezco un rato sentada en mi auto, me pregunto si Carlos estará pensando lo mismo que yo.



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