Hubo indicios. Empezó con ciertas voces que entre las vagas conversaciones de la gente alcanzaban un registro extrañamente familiar. Hubo susurros, suspiros y, luego, olores inhallables. Un eco rebotó en las paredes de la casa cuando cayó al suelo una manzana. Percibí extensiones de mi propia sombra y a mi alrededor no había nada. Entonces, supe que jugaban conmigo y que los juegos habían comenzado a despertarme. Supe que todavía no era la hora del encuentro.
La certeza de que habían arribado la tuve hace dos días. Regresábamos a medianoche y al doblar por una esquina, las luces del vehículo iluminaron dos mujeres paradas a un lado de la calle. Las cabelleras largas, cejas y pestañas aún reverberaban cuando pasamos a su lado. Idénticas y albinas. Se me erizó la piel, pero no dije una palabra. La mujer que iba conmigo invocó a su dios y no quiso darse vuelta por miedo a que no estuvieran allí cuando mirase. Hizo bien. Las gemelas se dejan ver sólo por instantes y presenciar su acto provoca terribles consecuencias.
A partir de aquella noche todo se ha acelerado. Hace un rato escuché risas en el patio y por la ventana vi dos gatos atrapar un pájaro. Me miraron, cada uno con un ala de la presa entre los dientes, se regodearon y luego la soltaron. Es su señal. Saben que estoy preparado; que me he convertido, otra vez, en la especie más feroz.
Ahora salgo porque ellas están cerca; no soy más de los que esperan que llamen a la puerta.
Fotografía tomada de la red