domingo, 25 de diciembre de 2011

Son sin vuelta





Poquito a poco beso, golpe, caricia. Por qué no sos buena —murmura—. Por qué no haces caso. Que él no es así. Lo obligo. Pido perdón. No llores, digo.

Poco a poquito, paliza. Tu culpa, dice.  Y maldice. Si sos mi alegría, mi sol, habla bonito. A besos, abruma. Me cubre. Pide perdón. La cama se hamaca.

Poquito a nada, abunda la tunda. ¡Vos lo buscás!, vocifera­. Lo ahoga la rabia. La rama se parte. Ruego. La mano me muele. Agonizo. Pide piedad. Me mata.


Imagen tomada de la red

domingo, 18 de diciembre de 2011

Una Navidad extraterrestre




La Hermandad  de los Vigilantes del Cielo convocó a sus miembros para la celebración de una Navidad especial. Todos se hicieron presentes a pesar de la noche tormentosa.
Llegado el momento, el hermano Arturo, el Primer Elegido, el guía catalizador de comunicaciones intergalácticas, aseguró con vehemencia que estaban a las puertas de una nueva era de intercambio con otros seres allende el espacio exterior, como había sido en los inicios.  Que a muestra de buena voluntad proponía de ahí en más un cambio en las tradiciones para restaurar lo injustamente olvidado.
Así, montado a la escalera metálica, en medio de fervorosos aplausos, trocaba estrella por resplandeciente ovni en la cúspide del pino cuando ocurrió el estruendo.

—Volatilización por rayo —secretearon los investigadores del fenómeno que dejó sin luz al barrio y sin guía a la Hermandad, en medio de la algarabía general por la primera abducción en el grupo. 



Escrito para y publicado en otra versión en el Especial Extraterrestres de Breves no tan breves 5/12/11
Ilustración tomada de la red.

domingo, 11 de diciembre de 2011

El sombrero del señor Panoszko



     

A la salida del Mercado Municipal, una fuerte ráfaga ascendente le arrebata el sombrero al señor Panoszko. El Panamá, hecho a medida, vuela como un frisbee por encima de los árboles de la plazoleta hasta que otra ráfaga lo baja en picada sobre la rampa del estacionamiento subterráneo. Con sus casi setenta y tres, el señor Panoszko hace gala de un buen estado físico, aunque no para correr y menos con una bolsa de compra en cada mano. Por eso maldice a la ciudad ventosa adonde emigró cincuenta años antes, mientras apura el rescate. Apenas llega a la mitad del puente peatonal, cuando observa con desilusión que el sombrero se prepara para volar otra vez;  efectivamente, a los pocos segundos, carretea raudo por la vereda rumbo a la esquina. Allí el viento arma su última jugarreta: lo remonta como a barrilete, lo hace doblar y  lo deposita sobre la pila de colchones de una camioneta que espera el semáforo. De esto último el señor Panoszko no se entera porque cuando llega, la camioneta se ha marchado y también los testigos.
—En esta ciudad se puede usar gorra, pero no sombrero —se lamentará después en la cola del colectivo cuando el sol se ensañe con su calva.
    
      El sombrero aparecido en el  jardín está algo sucio en el ala. Nada que un trapo humedecido en agua y unas gotas de vinagre no pueda quitar —observa María. Es nuevo —aspira un leve perfume masculino.  Se lo prueba: le queda ajustado. A simple vista le ha parecido casi de niño; sólo que los niños no usan ese tipo de sombreros. Cabeza pequeña —suspira. Al escucharse la memoria se despereza. La escuela, allá, en Lubiszc, cuando Lubiszc era parte de Polonia. En realidad, un grupo de niños y niñas  -ella misma-  gritando: ¡Cabeza pequeña! y  junto a esa imagen se le cruza una idea tan loca que lanza una carcajada. De algunas de aquellas caras retiene los nombres; de otros, no. Entre ellos, el del chico al que molestaban por el tamaño de su cabeza. Parecía un papín —sonríe. Vuelve  a examinar el sombrero, esta vez con los lentes para leer. Además de la etiqueta del fabricante, ha visto otra con  letras  bordadas: E.P.  Las iniciales del dueño, deduce, e  intenta pensar en apellidos que empiecen con pe. Lo tiene en la punta de la lengua, pero no.  De todos modos, sería una locura —reflexiona—. Cuántas probabilidades hay de que aquél chico y el dueño del sombrero sean el mismo.
Dos días después, el apellido irrumpe mientras escribe pan en la lista de la compra. Se entusiasma, más cuando en la guía telefónica encuentra al Panoszko, llamado Enrique. Se siente en la gloria hasta que se percata de que para devolver el sombrero, debe primero resolver algo muy importante. No puede abordar al hombre con la historia de la cabeza pequeña. Y piensa.

Desde hace  tres meses, el señor Panoszko y María Rogalin, viudos los dos, cultivan más que una amistad. Se conocieron  de modo casual en uno de los bailes de jubilados de  la Sociedad de Fomento del barrio Villa Rosas, donde él vive. Asombrosamente resultaron ser del mismo pueblo en Polonia, pero no se acordaban uno del otro. A él le apasiona el buen humor de María;  ella quedó prendada de esos ojos azules. Ninguno ha mencionado nunca cabeza pequeña o sombrero alguno.



Nota para los amigos y lectores que gusten dejar su comentario:
Por algún problema que desconozco, me resulta imposible comentar en mi propio blog, así como también en otros blogs que presentan este tipo de diseño en los comentarios. Espero que se solucione pronto. Muchos saludos a todos.



Imagen tomada de la red

domingo, 4 de diciembre de 2011

El orgullo herido


       

     Al anochecer las luces del hall se habían encendido y, desde la calle, el hotel fulguraba. A mis espaldas, el conserje atendía el teléfono. En los sillones de la vereda, uno de los huéspedes hojeaba una revista. Nadie estuvo atento como para hacer una seña o dar el grito de advertencia. Así, del auto estacionado en la puerta, el tipo extrajo una valija y una percha con un traje enfundado y se dirigió raudo hacia los escalones entre las columnas. Debió de pensar que entraba a un templete griego. Una no puede ser más impotente en estos casos, solo se prepara para el impacto. El estruendo conmocionó a todos. Temblé de arriba abajo, mas hice el esfuerzo para no desmoronarme. Él, la cara deformada por el golpe y la sorpresa, soltó lo que llevaba y quedó delante de mí, aturdido, hasta que el conserje disimulando la risa fue a socorrerlo. 
      
     Yo estoy resentida en cuerpo y espíritu. Acepto que el hombre sea miope o distraído, pero no puedo dejar de pensar en que soy demasiado simple. No me ven, no me consideran. De vez en cuando, un elogio por cómo brillo, aunque las loas las recibe el muchacho de la limpieza. Ahora, hasta mañana, ostentaré la estampa de esa cara grasosa. Otra afrenta, vean.


Imagen tomada de la red

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