El auto vuela por la ruta y ella vuela dentro del auto. No está sentada allí, relajada, entera como él la ve cada vez que aparta la vista del camino, no. Ella se ha diseminado en el aire. Sus moléculas se expandieron y flotan entremezclándose con las otras, las del aroma que sale de la boca de él desde que comió el bombón de avellana y chocolate.
Ella comenzó a desintegrarse inmediatamente después que convidó
la golosina. Él, fuera del vehículo, esperaba que terminasen de cargar el combustible;
ella, desde su lugar de acompañante se inclinó sobre el asiento, el brazo hacia arriba a través de la ventanilla con el Ferrero en el hueco de la mano. Mano transformada en nido. Nido tentador donde él se detuvo más de la cuenta, ya que al tomar el bombón arrastró los dedos por la palma. Primero, el roce electrizó la mano;
luego, le estremeció el cuerpo como un sismo. En segundos, en algún lugar, su letargo de años de matrimonio se resquebrajó y comenzó a romperse en pedazos; los
fragmentos más gruesos volaron hacia la playa de la estación de servicio y ella se reconoció sólo en las partículas, en las tiernas moléculas de una nube leve, y en un alerta visceral que persiste y todavía no sabe muy bien dónde ubicar.
Ahora piensa que podría habérselo dado como se dan las
monedas de un vuelto; sin embargo, no se arrepiente de la ofrenda; al
contrario, porque para ella el mundo ha empezado a girar en una órbita
excéntrica.
No se vieron las caras en el preciso momento y no lo miró mientras él quitaba la
envoltura del bombón antes de emprender la marcha, pero sabe que fue adrede. Sabe también que no pueden parar de hablar. Un tema enlaza al otro: el trabajo, el seminario que los llevó a compartir viaje, las familias
de los dos, la vida. A ella no le
importa realmente lo que está diciendo, le sorprende que desintegrada como
está sea capaz de seguir la conversación, hacer
acotaciones, reírse, asentir o negar. Todo y más, sin entender qué parte de su cuerpo procesa
cada acción y sin dejar de
pensar en lo que creyó nunca
volvería a sentir. Esto siempre le pasó a las demás, no a mí, piensa. Multiplicada en testigo y parte, sin
embargo, ahí está sintiéndose restaurada, plena, feliz.
Él continúa hablando, hace el gesto que tanto le atrae,
sonríe y ella advierte en la mejilla tersa el hoyuelo incipiente. Cómo es
posible que no lo haya notado antes... Piensa en la magia y cree en la
magia porque la tiene delante de sus ojos. O quizá cree en lo afrodisíaco de las avellanas y el chocolate. Porque ella también comió un bombón. Lo
metió en la boca después de sentir la caricia y dejó que se disolviera poco a poco. Por la lengua
empastada, el sabor del chocolate y las frutas mordidas a medias le explotó en la
nariz tal como lo hizo el aliento de él. Unida, enlazada por los aromas, entre palabras y risas, se siente parte de una comunión de
sentidos. Y sabe que no hay vuelta atrás, que quiere que la magnífica sensación atraviese cada minuto del resto de su
vida. Lo desea a sabiendas de que los
kilómetros se van consumiendo y de que sólo faltan tres horas para llegar a la ciudad y a la casa de él; allí, donde se despedirán tibiamente hasta el día siguiente y donde ella retomará su lugar al volante para llegar hasta su propia casa.
Tres horas por delante, piensa, y con la mano todavía electrizada saca del bolso otro
bombón y se lo ofrece.
Imagen tomada de la red
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