domingo, 23 de diciembre de 2012

No hay rosas




Una moneda de centavos recogida del piso, de al lado de una de las patas de la cama, vuelve al mismo exacto sitio tres veces al caer otras tantas, y allí permanece.

Un rayo de sol incide en el vidrio azul y enciende dentro de la botella polvorienta, la atmósfera celeste y brumosa de un jardín de cuentos.

La amante que lamenta la caducidad del plazo pactado;  la amante que irradia por el amante conseguido. El amante que pronto regresará al redil; el amante que acaba de inaugurarse como amante. La mujer que espera pacientemente; la mujer que abrió la puerta a su pesar.

Todos, todas, podrían vivir dentro de ese nebuloso jardín de la botella. Todos y cada uno, allí, con el otro elegido y en un lugar propio como el de la moneda de centavos.  Todos felices, si alguien reacomodara las piezas según cada circunstancia.  

Sin embargo, nadie cambiará las reglas del juego: lo sórdido seguirá siendo sórdido y lo fuera de centro, pervertido como los huesos dislocados.
Alguien será feliz, otro sufrirá, alguno obtendrá los goces y la gracia.
Antes o después, la botella acabará por caer del estante y romperse, y la moneda, arrebatada de su sitio, será dada en un vuelto.


Imagen tomada de la red



domingo, 9 de diciembre de 2012

La otra intimidad




Aquel día, minutos después que saliste a caminar, me arrepentí de no haberte acompañado y fui tras tus pasos. Llevabas ventaja. Tus piernas son poderosas: me asombra la distancia que recorren en poco tiempo.
Yo corrí apenas unos metros en vano por mi pie inútil, y seguí a mi propio ritmo.

Te veo ahora alejarte, tal como hacías en aquel momento. Solo que entonces mirabas hacia el mar: a los botes que desde el horizonte regresaban a la playa; a los que proveían el festín de las gaviotas; al velero partiendo el oleaje oblicuo, a los pocos bañistas en el agua.

Si hubiésemos caminado juntos aquel día, hubiéramos ido haciendo los mismos comentarios de años, y recogiendo quizás alguno de nuestros caracoles de cada verano. Mas yo iba rezagada, disfrutando de tu ignorancia de ser observado y de mi voz narrando tu mirar.

Llegué a un grito de tu espalda. Pude haberte llamado, pero no lo hice. De pronto me sentí una intrusa, una fisgona y para no perturbar tu momento único, di la vuelta. Regresé despacio a esperar que regresaras.

lunes, 3 de diciembre de 2012

La literatura es injusta





—No estoy de acuerdo, Sr. Hemingway —dijo el pescador, mientras sujetaba el enorme pez espada a un lado del bote—. Él era magnífico, luchamos a la par: yo gané. ¿Por qué han de comérselo los tiburones ahora?
—Sé lo que hago, viejo. Es el único final posible, lo sabes...














Ilustración tomada de la red







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