Cuando comenzó a pasarle también en el trabajo se asustó.
Cómo hacés para dormir así, preguntó un día el de seguridad y el así apuntado
era haberse dormido de cuclillas mientras acomodaba mercadería. Más tarde, el
supervisor le advirtió que si no
solucionaba el problema se olvidara de ser cajero. Ahí fue cuando le contó a su hermana, la
casada; la que le hacía de madre desde que había muerto la madre de los dos.
¿En qué andás, estás tomando? preguntó la chica. Él aseguró que solo unos
fernés o cerveza los fines de semana; sin embargo vio la duda en la cara de
ella. Se sintió mal, muy mal y entonces ocurrió: se le cerraron los párpados, osciló pesadamente la cabeza y, en la silla en donde estaba, cayó en el sueño
sin sueños. Al otro día, la hermana lo acompañó al hospital.
El doctor habló
de un probable estrés y quiso saber si le gustaba lo que hacía, la vida que
llevaba. Él respondió que estaba contento por haber conseguido el empleo y que
quería conservarlo. Se alivió cuando el médico dijo que no se preocupara y aceptó las pastillas,
muestras gratis para un mes. El efecto sería progresivo y notaría los cambios en
algunos días, pronosticó el médico.
Cambios notó casi
desde las primeras tomas. No era la solución, pero se empezó a dar
cuenta de que se dormía porque enseguida soñaba. Y antes no soñaba nada… “es como si de golpe se
abriera una puerta y yo aparezco en ese lugar: un barrio medio raro”, le contó a
su hermana. Siempre el mismo sueño. Además, una voz se lo advertía: ¡Estás
soñando, despertá! La primera vez la escuchó
justo cuando en el sueño transitaba frente a un potrero lleno de cardos
rusos. Ahora es como si estuviera
amaestrado—dijo—. Apenas aparecen la calle y el potrero, la voz me
sobresalta y me despierto. Tenía la vaga idea de un sueño más largo, pero no lo
recordaba; sólo la calle y el potrero.
Al principio, por el entusiasmo del cambio, la estrategia
del sueño interrumpido le dio resultado. Pero con el trascurrir de los días se le volvió en contra. El supervisor, tal vez para darle un poco más de tiempo, lo mandó a
trabajar al depósito y con horario corrido. Las primeras horas transcurrían
casi normalmente, pero después todo parecía
trastocarse. Con insistencia, la calle y el potrero con cardos rusos se
anteponían al paisaje del supermercado igual que una alucinación o un
espejismo. Él lograba desprenderse de la imagen pero el sobresalto, el esfuerzo
de despertarse lo agotaban. Poco a poco lo
fue ganando una sensación de andar en el aire o en el borde de un abismo; por
las noches caía en la cama como muerto y dormía sin soñar; pero eran noches largas,
negras como alquitrán, que no le traían
un verdadero descanso. Dejó de ver a los
amigos. Adelgazó. En ocasiones, una marejada le subía a la garganta y debía
hacer fuerza para no gritar o largarse a llorar como un chico. No sabía cuánto
más podría resistir. En una semana regresaría a lo del médico. Además de
contarle lo del sueño, le hablaría del miedo: le había cruzado por la cabeza que
ceder aún más ante esas ganas de dormir sería muy parecido a morirse. Eso
pensaba camino a su casa cuando se durmió en el colectivo y se pasó por mucho la
parada donde bajaba. Durmió sin soñar y cuando
despertó sobresaltado le habían robado la mochila con el celular y unas pocas
cosas que llevaba para la cena. Ningún pasajero había visto nada; alguno lo
miró con compasión y él se sintió
vulnerable, perdido. Bajó del colectivo y el olor del cangrejal le pegó en la nariz. Pronto anochecería y se
largó a caminar hasta el cruce por una calle de tierra perpendicular a la ruta,
tal como le había indicado el chofer; desde allí aún quedarían unas cuantas cuadras hasta su
casa. Avanzaba por una línea de casas desperdigadas, modestas, sin veredas, construidas
en el bajo frente a la lengua de salitral que penetraba desde la zona de
marisma. A su izquierda, a lo lejos, se
veían las estructuras del complejo industrial. No le gustó estar allí a esa
hora de la tarde y apuró el paso. Las cuadras siguientes, sobre terreno alto
estaban más pobladas, con construcciones a ambos lados y así seguía hasta el
cruce. En subida, el cansancio le fue
atenuando el disgusto. De repente tuvo la inusitada sensación. Desde su
perspectiva, las casas y el suelo que pisaba le resultaron familiares; sintió
cada uno de sus pasos ya vivido: había sorteado antes ese desnivel, esquivado
tal piedra. Se veía asimismo reacomodando el cuerpo como si caminara entre dos
espejos enfrentados y anticipándose una y otra vez a sus propios pasos. Si eso tenía un nombre —pensó—, su hermana
seguro lo sabía. En segundos, la sensación de familiaridad se diluyó hasta
desaparecer completamente. Entonces vio el potrero con cardos rusos; lo vio en
donde antes había visto casas. Me dormí, dijo en el sueño esperando escuchar la
voz. Sin embargo, no ocurrió. ¡Estás soñando, despertáte!, gritó, pero la suya
no era la voz que lo despertaba. Una extraña fatiga trepó en sus hombros, le curvó la espalda. Estaba en aquella calle sin árboles frente al potrero
con cardos rusos a los lados, suelo gredoso y piedras apiladas marcando un arco en cada extremo. Volteó y vio la casa: la recordó por la tela
clara en el frente; no era un toldo,
sino que pendía como un cortinado; una
tela liviana que el viento inflaba como a una vela. Era parte del sueño que en
uno de esos movimientos ascendentes, él viera en la puerta de la casa al niño
que miraba; un niño de unos siete u ocho años que como si lo conociera se
acercó sonriendo y le habló: “¿Hoy sí te vas a quedar a dormir?”—preguntó. Él,
desconcertado, no dijo nada, solo atinó a alejarse. También era parte del sueño
que su torpeza de soñante le hiciera hundir los pies en el agua sucia de una
zanja. Recordaba todo. El niño lo escuchaba lamentarse, lo observaba sacudir
los pies chorreantes, y después corría otra vez, pasaba por entre la tela y se
metía en un patio. Así descubrió él la discontinuidad en las telas y percibió que
eran sábanas. Sábanas que ondearon a destiempo y que le permitieron ver al
chico hablando con una mujer: lo señalaba con el dedo mientras ella miraba.
Temió que el chico estuviera contando alguna mentira, exagerando y reemprendió
la marcha; intentó apurarse para ofrecer
cierta resistencia a lo que mandaba el sueño. No pudo mantener el ritmo. Los
pies chapoteaban dentro de las zapatillas, cada paso levantaba el olor del agua
estancada. Una pesadez agobiante parecía
brotar de sus huesos, le dolían las
piernas, los hombros. Se dio cuenta de que aún en el sueño persistían las ganas
de dormir y que ningún esfuerzo para evitarlo valdría la pena. Hiciera lo que
hiciera, el sueño ganaría la partida.
Miró las otras casas, todas con sábanas blancas ondeando en el frente;
le parecieron brazos amables llamándolo, invitándolo a entrar para ofrecerle una cama. A lo largo de la calle, a la distancia, las
sábanas se habían multiplicado: dos larguísimas hileras ondeantes como alas de pájaro. No había cruce. Le volvieron las ganas de
llorar y lloró dos ríos que le limpiaron el alma. Sintió que tocaban suavemente
la espalda: el niño, la misma mirada mansa, tendiéndole la mano. Un viejo
sentado sobre un cajón de fruta lo esperaba a un costado. Tenía una respuesta
para él, lo sabía. Le hizo la pregunta aunque más no fuera para verificar lo
conocido.
—Diez cuadras de sueño. —dijo el viejo señalando hacia
adelante—. Es casi una eternidad. No va a llegar.
Imagen tomada de la red