domingo, 25 de noviembre de 2012

Diez cuadras





Cuando comenzó a pasarle también en el trabajo se asustó. Cómo hacés para dormir así, preguntó un día el de seguridad y el así apuntado era haberse dormido de cuclillas mientras acomodaba mercadería. Más tarde, el supervisor  le advirtió que si no solucionaba el problema se olvidara de ser cajero.  Ahí fue cuando le contó a su hermana, la casada; la que le hacía de madre desde que había muerto la madre de los dos. ¿En qué andás, estás tomando? preguntó la chica. Él aseguró que solo unos fernés o cerveza los fines de semana; sin embargo vio la duda en la cara de ella. Se sintió mal,  muy mal y entonces ocurrió: se le cerraron los párpados, osciló pesadamente la cabeza y, en la silla en donde estaba, cayó en el sueño sin sueños. Al otro día, la hermana lo acompañó al hospital.
El doctor habló de un probable estrés y quiso saber si le gustaba lo que hacía, la vida que llevaba. Él respondió que estaba contento por haber conseguido el empleo y que quería conservarlo. Se alivió cuando el médico dijo que no se preocupara y aceptó las pastillas, muestras gratis para un mes. El efecto sería progresivo y notaría los cambios en algunos días, pronosticó el médico.
Cambios notó casi desde las primeras tomas. No era la solución, pero se empezó a dar cuenta de que se dormía porque enseguida soñaba.  Y antes no soñaba nada… “es como si de golpe se abriera  una puerta y yo aparezco en ese lugar: un barrio medio raro”, le contó a su hermana. Siempre el mismo sueño. Además, una voz se lo advertía: ¡Estás soñando, despertá!  La primera vez  la escuchó  justo cuando en el sueño transitaba frente a un potrero lleno de cardos rusos. Ahora es como si estuviera  amaestrado—dijo—. Apenas aparecen la calle y el potrero, la voz me sobresalta y me despierto. Tenía la vaga idea de un sueño más largo, pero no lo recordaba; sólo la calle y el potrero.
Al principio, por el entusiasmo del cambio, la estrategia del sueño interrumpido le dio resultado. Pero con el trascurrir de los días se le volvió en contra. El supervisor, tal vez  para darle un poco más de tiempo, lo mandó a trabajar al depósito y con horario corrido. Las primeras horas transcurrían casi normalmente, pero después todo parecía  trastocarse. Con insistencia, la calle y el potrero con cardos rusos se anteponían al paisaje del supermercado igual que una alucinación o un espejismo. Él lograba desprenderse de la imagen pero el sobresalto, el esfuerzo de despertarse lo agotaban.  Poco a poco lo fue ganando una sensación de andar en el aire o en el borde de un abismo; por las noches caía en la cama como muerto y dormía sin soñar; pero eran noches largas, negras como alquitrán, que  no le traían un verdadero descanso.  Dejó de ver a los amigos. Adelgazó. En ocasiones, una marejada le subía a la garganta y debía hacer fuerza para no gritar o largarse a llorar como un chico. No sabía cuánto más podría resistir. En una semana regresaría a lo del médico. Además de contarle lo del sueño, le hablaría del miedo: le había cruzado por la cabeza que ceder aún más ante esas ganas de dormir sería muy parecido a morirse. Eso pensaba camino a su casa cuando se durmió en el colectivo y se pasó por mucho la parada donde bajaba. Durmió  sin soñar y cuando despertó sobresaltado le habían robado la mochila con el celular y unas pocas cosas que llevaba para la cena. Ningún pasajero había visto nada; alguno lo miró  con compasión y él se sintió vulnerable, perdido. Bajó del colectivo y el olor del cangrejal  le pegó en la nariz. Pronto anochecería y se largó a caminar hasta el cruce por una calle de tierra perpendicular a la ruta, tal como le había indicado el chofer; desde allí  aún quedarían unas cuantas cuadras hasta su casa. Avanzaba por una línea de casas desperdigadas, modestas, sin veredas, construidas en el bajo frente a la lengua de salitral que penetraba desde la zona de marisma. A su izquierda, a lo lejos,  se veían las estructuras del complejo industrial. No le gustó estar allí a esa hora de la tarde y apuró el paso. Las cuadras siguientes, sobre terreno alto estaban más pobladas, con construcciones a ambos lados y así seguía hasta el cruce. En subida, el cansancio  le fue atenuando el disgusto. De repente tuvo la inusitada sensación. Desde su perspectiva, las casas y el suelo que pisaba le resultaron familiares; sintió cada uno de sus pasos ya vivido: había sorteado antes ese desnivel, esquivado tal piedra. Se veía asimismo reacomodando el cuerpo como si caminara entre dos espejos enfrentados y anticipándose una y otra vez a sus propios pasos.  Si eso tenía un nombre —pensó—, su hermana seguro lo sabía. En segundos, la sensación de familiaridad se diluyó hasta desaparecer completamente. Entonces vio el potrero con cardos rusos; lo vio en donde antes había visto casas. Me dormí, dijo en el sueño esperando escuchar la voz. Sin embargo, no ocurrió. ¡Estás soñando, despertáte!, gritó, pero la suya no era la voz que lo despertaba. Una extraña fatiga trepó en sus hombros, le curvó la espalda. Estaba en  aquella calle sin árboles frente al potrero con cardos rusos a los lados, suelo gredoso y piedras apiladas  marcando un arco en cada extremo. Volteó y vio la casa: la recordó por la tela clara en el frente;  no era un toldo, sino que pendía como un cortinado;  una tela liviana que el viento inflaba como a una vela. Era parte del sueño que en uno de esos movimientos ascendentes, él viera en la puerta de la casa al niño que miraba; un niño de unos siete u ocho años que como si lo conociera se acercó sonriendo y le habló: “¿Hoy sí te vas a quedar a dormir?”—preguntó. Él, desconcertado, no dijo nada, solo atinó a alejarse. También era parte del sueño que su torpeza de soñante le hiciera hundir los pies en el agua sucia de una zanja. Recordaba todo. El niño lo escuchaba lamentarse, lo observaba sacudir los pies chorreantes, y después corría otra vez, pasaba por entre la tela y se metía en un patio. Así descubrió él la discontinuidad en las telas y percibió que eran sábanas. Sábanas que ondearon a destiempo y que le permitieron ver al chico hablando con una mujer: lo señalaba con el dedo mientras ella miraba. Temió que el chico estuviera contando alguna mentira, exagerando y reemprendió la marcha;  intentó apurarse para ofrecer cierta resistencia a lo que mandaba el sueño. No pudo mantener el ritmo. Los pies chapoteaban dentro de las zapatillas, cada paso levantaba el olor del agua estancada. Una pesadez agobiante  parecía brotar de sus  huesos, le dolían las piernas, los hombros. Se dio cuenta de que aún en el sueño persistían las ganas de dormir y que ningún esfuerzo para evitarlo valdría la pena. Hiciera lo que hiciera, el sueño ganaría la partida.  Miró las otras casas, todas con sábanas blancas ondeando en el frente; le parecieron brazos amables llamándolo, invitándolo a entrar  para ofrecerle una cama.  A lo largo de la calle, a la distancia, las sábanas se habían multiplicado: dos larguísimas hileras ondeantes como alas de pájaro. No había cruce. Le volvieron las ganas de llorar y lloró dos ríos que le limpiaron el alma. Sintió que tocaban suavemente la espalda: el niño, la misma mirada mansa, tendiéndole la mano. Un viejo sentado sobre un cajón de fruta lo esperaba a un costado. Tenía una respuesta para él, lo sabía. Le hizo la pregunta aunque más no fuera para verificar lo conocido. 
—Diez cuadras de sueño. —dijo el viejo señalando hacia adelante—. Es casi una eternidad. No va a llegar.




Imagen tomada de la red


sábado, 17 de noviembre de 2012

Clavando el aguijón






Abandonado a su suerte en una roca desnuda antes de llegar al medio del río, el furibundo escorpión aún tuvo que escuchar a la rana que, burlona, le gritaba desde la orilla: “¡Y agradece que no esté en mi naturaleza que te ahogues!”




Ilustración tomada de la red



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