jueves, 19 de mayo de 2011

En el geriátrico





Para no desconocerla, diré que su postura es entendible.  Absolutamente. Usted es el hijo -ve las cosas desde su óptica-, y no tiene la culpa. Nosotros tampoco, señor. Hemos hecho por su padre lo que ha estado a nuestro alcance. Pero hay un límite. ...Es inútil. Debe comprender que soy un empresario. Ésta es mi empresa. Brindo servicios, señor. Los mejores. Para eso he reunido un plantel altamente especializado. Y no voy a tolerar que por culpa de él todo se arruine,  ¿me entiende?  ...No me amenace, señor. Tengo las cosas en regla, y también un buen abogado.  No doy marcha atrás cuando tomo una decisión y ya la tomé. Quiero que se lleve a su padre  lo antes posible. Lo lamento, pero no existe alternativa. …No, no, tampoco admito que me suplique…, por favor. …Oiga, ¡basta! Escúcheme bien: los síntomas son inconfundibles. Tensión arterial por las nubes, palpitaciones, respiración agitada, cierta desconexión de la realidad, atención dispersa. ¡Ya no sabemos qué hacer con ellas! ¡Es la quinta enfermera que su padre enamora!


Este micro participa como finalista en el Concurso Minificciones en Cadena.imaginarteminificcionesencadena.blospot.com  cuya frase inicial 'Para no desconocerla diré' era obligatoria. Muchas gracias a todos los que lo votaron.
La imagen ha sido tomada de la red.



sábado, 7 de mayo de 2011

Los que regresan



 


Generalmente aparecen después que jinetes y monteros han llegado; sonrientes, fatigados ellos también por el trajín de la jornada. Camino al Gran Chalet suelen entretenerse un momento en los establos y mal les pese -a ellos y al cuidador-, siempre incomodan  algún caballo. Siguen entonces al cobertizo en donde los carniceros despostan  los jabalíes, pero no permanecen demasiado en el lugar  por eso de la sangre y de las vísceras. Prefieren recorrer  las perreras donde los agotados sabuesos descansan; uno siempre aúlla contagiando al resto y su montero debe dejar de limpiar las escopetas para imponer silencio. Allí nomás, en la larga hilera de armas dejan ellos las suyas, pequeñas carabinas un tanto viejas, y parten risueños hacia la casa. 
Entran presurosos a la cocina de la vieja Beth, quien malhumorada por el jolgorio los regaña sin dejar de vigilar a la nueva cocinera y a las mozas que preparan los manjares. Luego, desoyendo las eternas recomendaciones del ama de llaves,  corren hacia la galería vidriada en donde los huéspedes aguardan la cena. Mezclados entre sirvientes que acarrean bandejas con copas, hombres y mujeres ya acicalados relatan las anécdotas del día; reviven una y mil veces las persecuciones de los perros, la astucia de los cerdos, las emboscadas  en la espesura y los disparos. De tanto en tanto, los hermanos comparan lo que escuchan con lo que en realidad  vieron y ríen como locos. Divertidos, se quedan entre  la gente que recrea las hazañas hasta que el mayordomo invita a todos a sentarse a la mesa. Es cuando aparecen el anfitrión y su esposa, y el momento que a ellos menos les gusta. Qué sobrepuesta que está la Señora. Qué terrible accidente aquél día.  Qué desgracia con esos niños. Los comentarios siguen entristeciéndolos.  De lejos, miran a la pareja con la pesadumbre que da la nostalgia de besos y caricias. Se miran el uno al otro y ven lo que no quieren ver. Apenas advierten los ojos escrutadores de la madre buscándolos entre el vaho oloroso a  cigarro, sudor y perfumes, comprenden que es momento de irse. Y desaparecen. Hasta la próxima cacería.  




Imagen: La caza del jabalí, de Rubens, tomada de la red
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miércoles, 4 de mayo de 2011

Efecto secundario





Dando crédito a sus propios postulados, falleció a los ciento cuatro años el creador de la dieta de la longevidad. Venerado por unos, criticado por otros, el conocido naturista supo ganar el Health Award por su libro “Aliáceas para llegar a los cien”, en donde desarrolló los beneficios de una alimentación a base de ajos, cebollas y puerros.
Como la mayoría de sus seguidores, el autor ha muerto soltero.


Imagen tomada de la red
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