lunes, 28 de marzo de 2011

Sólo una sensación





Asida al carrito -los nudillos blancos, el corazón encabritado, la boca seca-, ella se acerca con piernas de plomo a la caja rápida. No morirás ahora, repite como mantra.
A la salida, el acompañante terapéutico la felicitará. Hoy ha logrado realizar la mitad de la compra.


Mención - Febrero 2011- La Marina. Juez: Isai Moreno

lunes, 21 de marzo de 2011

Pequeños cocodrilos





                                                                                                   Para Ober, in memorian
                                                                            
Un gatito maullaba lastimosamente en el patio trasero entre la casa y el arroyo. Como el maullido parecía provenir debajo tierra,  pensamos que estaría atascado en algún lugar y lo empezamos a buscar. Desarmamos una pila de leña; movimos las chapas para contención en las crecidas; nos asomamos al viejo pozo seco; recorrimos la franja entre los tamariscos de la orilla y los álamos donde el pasto estaba alto. Nada. El gato no estaba en ningún lado. Para ese entonces había llegado la madre: la Nena, como la llamábamos. Estaba flaquísima –tantos hijos la iban consumiendo poco a poco- , le colgaban las mamas, y como había comido en abundancia  -lo hacía cada vez que íbamos- , parecía preñada otra vez.  La gata escuchaba el maullido ya que orientaba las orejas en el preciso momento, pero no se mostraba inquieta, al menos nos daba esa impresión. “Buscá al gatito, che”, ordenaste cariñosamente, pero La Nena siguió lavándose y relamiéndose satisfecha por el hígado de vaca que le habíamos dado un rato antes.
A pesar de su tranquilidad,  a mí se me estrujaba el corazón. No tendríamos mucho tiempo más para buscarlo porque pronto se ocultaría el sol y deberíamos regresar a la ciudad.
“Me voy a meter en el arroyo antes de que se vaya la luz,”dijiste. “Tal vez esté atorado en alguna rama o pozo que no podemos ver desde acá”.Y fuiste hasta el muelle de madera, te sacaste zapatos y medias, arremangaste los pantalones a la rodilla y bajaste a inspeccionar la orilla desde el agua. Por arriba, entre tamariscos y álamos, yo te seguía con la esperanza de ver salir al gato desde esa espesura de troncos y ramas, para reunirse con los otros cuatro, el resto de la camada, que estaban escondidos bajo el nicho de la bomba de agua. Ya habíamos empezado a traerles leche con pan, pero ellos, ariscos, no comían sino hasta que nos íbamos. A mí me gustaba verlos  todos juntos, apretados como la gran bola de pelos que eran, y con la madre cerca; creía  que si los dejaba así al irme, nada les pasaría. Para eso trazaba  un círculo imaginario alrededor de ellos,  la línea mágica que los protegería durante mi ausencia. Aunque por entonces  probablemente yo desconocía el significado de la palabra, se trataba de una cábala, o una especie de conjuro de protección para los gatitos, pero sobre todo, creo, era un reaseguro de tranquilidad para mí, ya que  si alguna vez, en la noche, pensaba en ellos, recordaría que había hecho lo que debía y ellos estarían a salvo. Por eso, aquella tarde, la ausencia de uno de los gatitos desbarataba mi mundo.
— ¿Lo ves? —preguntaba ansiosa. Hacía ya un buen rato que el gato no maullaba. Tus respuestas –los no-  resonaban entre las márgenes del arroyo como resonaban  los crujidos de las ramas y yo estaba cada vez más angustiada. Vos ibas por la izquierda del cauce, -la menos profunda, pero de borde más elevado- y a mí  me resultaba imposible verte por la vegetación; por eso sólo escuché dos suaves chapuzones, como si hubiesen caído dos piedras en la profundidad, y a continuación tus gritos.
— ¡Mi Dios! ¡¿Qué es esto?!   —sonabas alarmado. 
— ¿Qué pasa? ¿Lo viste? —pregunté convencida de algo malo que le había pasado al gato
—¡Esperá! ¡Esperá! —gritabas vos,  y yo escuchaba como si estuvieras revolviendo el agua con una rama.
—¿Qué pasó? Más de una vez lo pregunté mientras corría hacia el muelle y vos regresabas chapoteando rápidamente por el lecho arenoso. Traías esa expresión entre risueña y azorada que con los años te volví a ver en especiales ocasiones.
— ¡No te imaginás lo que vi! ¡Acá pasa algo raro! —.Te reías.
— ¿Qué? ¿Qué había? —repetí yo.
— ¡Dos cocodrilos chiquitos! —tus manos grandes separadas unos veinte centímetros— ¡Así de largos!
— ¡Ja! ¡Estás loco!  Solté la risa.
— ¡Te lo juro! —te pusiste serio y me miraste fijamente— ¡Por lo que más quieras!
— ¿Me estás haciendo un chiste, no? ¿Cómo va a haber cocodrilos acá? ¡Andá a saber qué viste…!
— ¡Eran cocodrilos! ¡Creéme!
— ¿De ese tamaño?
—Deben ser crías…, o podría tratarse de una especie desconocida…
—¿Y adónde estaban? ¿Qué hacían?
—En la arena, sobre esta orilla.  Cuando me vieron –deben haberme visto- se lanzaron al agua y desaparecieron. Rapidísimos ¿No oíste el ruido? —resultaban tan convincentes tus palabras.
—¿No serían lagartijas? —yo me resistía.
— ¿Desde cuando las lagartijas tienen la boca alargada  como una espátula y con muchos dientes afilados? ¿Alguna vez viste lagartijas así? ¿Con un enorme ojo amarillo en cada lado? —me increpabas como enojado—. Además, las lagartijas son verdes y éstos eran moteados: la panza blanca y el dorso oscuro y moteado hasta la cola. Una cola gruesa, no delgada como un piolín.
No supe qué decir, pero entre creer y no creer que hubiera  cocodrilos al sur de la provincia de Buenos Aires –y en la quinta y en un arroyito como el Napostá-, me dio por preguntar ciertamente compungida:
—¿Vos creés que se comieron al gatito? Yo todavía no había cumplido doce, y si bien hacía rato me tratabas como adulta, mi pregunta debió poner las cosas en perspectiva, porque se te enterneció la cara y me abrazaste.
—¡Ah, no! ¡Eso no es posible! —hablabas con seguridad— ¡Son demasiado chiquitos para comerse un gato!  Al menos por ahora…
Supongo que la firmeza de tus palabras debió tranquilarme, y entonces seguí interrogándote acerca de los nuevos habitantes  del arroyo.
¿Los viste caminar?  ¿Eran rápidos? ¿Y los ojos? ¿De dónde habrán salido? ¿Habría una madre grande dando vueltas por allí? ¿Cómo habría llegado? ¿El quintero Nicolás habrá visto algo? ¿Nunca te dijo nada? ¿Le habrá comido alguna oveja a Federico?
Algunas  preguntas, a tu modo, las respondiste  mientras guardábamos las herramientas y cerrábamos la casa;  otras, durante el viaje de regreso.  Porque cuando el sol ya se había puesto y con la última luz  nos subíamos al jeep, vimos  a la gata  trepar al olmo  hasta la bifurcación del tronco y  llamar al gatito.  Él respondió desde  una de las ramas más altas, donde aún llegaba el reflejo rojizo del atardecer, y comenzó a descender. 






  

lunes, 14 de marzo de 2011

El indeciso


Su mujer siempre le decía que por pensar demasiado las cosas, la mayoría de las veces, él tomaba decisiones equivocadas. Lo recordó cuando al cumplir la última voluntad de su esposa –tras mucho cavilar- finalmente arrojó sus cenizas en aquella playa alejada, y vio llegar la pala mecánica y el camión arenero.



lunes, 7 de marzo de 2011

Miradas..., otra vez.

Es que esta minificción  fue declarada recientemente como una de las ganadoras de la convocatoria del mes de noviembre de La Marina de Ficticia.com  por la jurado Marisol Nava Hernández y cuyo tema era el matrimonio. Allí mismo, Fauna nocturna recibió una mención.
Espero que la disfruten.


MIRADAS

Tras cuarenta años de felices acuerdos, ambos presumen de entenderse sin palabras.
Casados por trámite civil, en su momento prefirieron comprar la cama grande a los anillos; después, se olvidaron. O casi, porque ahora ella mira su mano un tanto artrítica y piensa que le gustaría lucir un aro de oro junto al cintillo heredado de su madre. Entonces la extiende y  pregunta sonriendo a su marido:
—¿No crees que ya es hora? —Mueve el dedo anular con cierta dificultad—. ¿No te gustaría a vos también? —agrega entrelazándole los dedos.  Él observa las manos de los dos, la mira a los ojos intensamente y asiente.
Al otro día, irá contento a reservar la excursión para las aguas termales.


Fotografía tomada del sitio fuenlabrada,foroactivo.com


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