miércoles, 29 de diciembre de 2010

El auditor y el hombre en mono blanco

El hombre en mono blanco barre la pinocha que le cae encima como si  fueran goterones.
—Dígame, ¿usted sabe por qué  le llueve esto, verdad? —pregunta el auditor.
—Por supuesto, señor. Y ha sido una condena justa.
— ¿Y sabe de dónde viene? —el auditor señala la llovizna.
—Me han dicho que de la Luna.
— ¿Le han dicho…? ¿Quién? Si usted no habla con nadie.
— Eso es lo que usted piensa.
— A ver dígame con quién, si está solo aquí. Debe estar solo… ¿Entiende que tengo que anotar todo lo suyo, no?
— Sí, sí, cuando me leyeron el acta se incluía su visita, es su trabajo. Le explico: hablo con gente que viene a mi cabeza, y lo hago en todo momento. O cuando lo necesito.
—Ah, entonces habla con usted mismo.  O lo que es igual: habla solo.
—No, no. De ninguna manera.  Hablaría solo si yo me preguntara y me respondiera. Pero no es el caso. Ya le he dicho que hay gente, otras personas  en mi cabeza.
—Claro, gente imaginaria.
—Mire, si  quiere verlo de ese modo, yo no puedo impedírselo. Pero sepa que fui una persona muy limitada, casi no estudié. Apenas si leía el misal. Usted comprenderá que me faltan muchas respuestas y, sin embargo,  cuando tengo que resolver algunas cosas,  alguien de los que anda por allí, adentro mío, digo,  sabe darme lo que busco; cosas que  yo ignoraba completamente.
—Ajá. Como el asunto del origen de la pinocha, ¿no?
—Exactamente.
— ¿Y quién fue el que le dijo eso?
—¿Usted quiere saber el nombre?
—Cualquier cosa: el nombre, qué hace, de donde sacó que la lluvia suya viene de la luna.
—Bueno, el nombre no se lo pregunté nunca -no soy curioso-. Además,  como no los llamo, no necesito conocer ningún nombre.  Pero, los reconozco por la voz. Eso sí. El que me contó lo de la lluvia es un tipo joven, más o menos de su edad, pero con canas.  Cómo supo él lo de la Luna -con mayúsculas-, le puedo decir.
—Le escucho.
—Estaba en la cabeza de otro justo cuando al tipo le leyeron el acta. Allí informaba la procedencia del regalo. Claro que a ése le llovía otra cosa.
— ¿Regalo?
—Así le dicen ellos, sí.
— ¿Regalo por qué? ¿Qué había hecho?
—Había matado a un angelito.
— ¿A un niño?
—No, no, a un ángel de verdad.
—Entiendo, pero, entonces, me parece poco regalo una lluvia.
—No vaya a creer. Hay lluvias y lluvias. Sobre todo si vienen de la Luna.
—Tiene razón, lo que llega de la luna, perdón, Luna, es bravo siempre. Es que allí son especialistas, no hay nada que hacer…¿Y cuál era lluvia del que mató al angelito?
—Le caía azúcar encima.
—No me parece tan terrible el azúcar...
—Usted no se imagina lo que es barrer azúcar.  Además tener permanentemente una cortina blanca adelante es muy molesto. Porque la lluvia del tipo era torrencial, no como esta garuita que tengo yo.  El azúcar se mete en todos lados, se disuelve en las secreciones, se pegotea; además,  se acumula rápido y hay que barrer y juntar, barrer y juntar. En cambio, la pinocha no es tan complicada. Fíjese usted que hace un ratito que no barro y no se ha  amontonado tanto… Lo único que tengo que evitar es mirar hacia arriba, por las dudas, y me pierdo los cielos ¿me comprende?
—Claro que sí. Yo estoy asombrado por lo que sabe. Se ve que  le han informado bien –sea quien sea- porque me ha dado ciertas respuestas que no tendría que conocer.
—¿No le dije?
— ¿Le puedo hacer una última pregunta ? Y esto no va a constar en mi informe porque es pura curiosidad personal.  Por eso no tiene obligación de contestarla.
—Pregunte, nomás.
— ¿Por qué le llueve pinocha a usted? Ese dato no figura en mi  planilla. ¿Qué fue lo que hizo?
—Yo fui el  primero en matar a un auditor en infiltrados. Pero, venga, no sienta temor: ya me vacunaron para que no vuelva a ocurrir.




domingo, 19 de diciembre de 2010

EL HILO


Créanme que es extraño y fascinante a la vez.  Mi cabeza es un globo. No hay cuello, apenas, una cuerda delgada que se alarga.
Conocí a una mujer a la que le pasaba lo mismo: la cabeza le subía por encima de las de los demás; caminaba, comía, atendía a  sus pacientes –era médica-, con esa sensación. A veces —me contaba— temía que se le escapara por la fragilidad que adivinaba en lo que ya no percibía como cuello. Sólo estando en la cama todo volvía a su sitio, hasta que se levantaba otra vez. El marido, médico también, le decía que era cansancio; el psiquiatra, depresión. Dejé de verla por las vacaciones. Al regresar, supe que había fallecido. Algo súbito, dijeron.
¿Comprenden ahora por qué hace días que estoy acostada, verdad?
                                        




Esta minificción  fue  escrita  especialmente para el  Filandón 3.0 2010.
Arte: Artedevillafox Sergio Santini

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Observando a Estela


 Podría decirles que a Estela la tenía vigilada, pero vigilada es una palabra fuerte. Una expresión más  adecuada sería la seguía de cerca, aunque tampoco se puede tomar  al pie de la letra porque Estela no iba a ningún lado. ¡Ojo! No soy un acechador ni un pervertido, ni nada parecido.  Simplemente  me gustaba mirarla, me entretenía.  Además, ella estaba en un nivel inalcanzable a mis posibilidades y era lo único por hacer.
Soy un tipo de costumbres: el vermút con los amigos el sábado al mediodía, el fútbol los domingos, el mate al volver del trabajo, el vaso de agua y la novelita policial al acostarme. Por eso, a la tarde, sentado al lado de la ventana, entre mate y mate, también se hizo costumbre observar a Estela.
Nunca supe de dónde vino, un día llegué y ella ya estaba en el vecindario: ahí empezó lo nuestro; a la hora que regresaba y los fines de semana, siempre estaba accesible a mi propósito, casi como si supiera. Era un placer verla  ocupada en alguna tarea que por ignorancia propia de sus menesteres y por la distancia, yo desconocía. Me intrigaba no encontrarla en otro lado, aunque no estaba seguro de reconocerla de cerca.
Muchas veces sospeché que ella hacía lo mismo conmigo. Digo: yo no estaba obsesionado, no la miraba fijo continuamente, porque me distraían otras cosas en la calle o mis propios pensamientos, entonces cuando volvía a mirarla, ella estaba quieta como observándome. Se quedaba, así, manteniendo una postura casi desafiante y luego continuaba sus quehaceres. Esas actitudes me hicieron pensar que lo nuestro era mutuo. 
Recuerdo la noche cuando desapareció. Fue un sábado. Llovía y antes de acostarme me asomé por la ventana. Me entretuve con la lluvia unos minutos, le eché una mirada a Estela —incansable con sus cosas—, cerré la ventana y me acosté a leer.
Me desperté porque la patilla de los anteojos se me incrustó en la sien izquierda, desvelado y con sed. Mi boca parecía de papel. Eran las cuatro. Sin mirar agarre el vaso y estaba por tomar un trago cuando vi a Estela delante de mi cara. Quedé duro. Estoy soñando, pensé. Parpadeé: Estela  seguía allí. No supe si fue la impresión, el vidrio o los anteojos, pero se veía enorme. Rápidamente se desplazó y sentí un leve roce por el bigote y el costado de la cara. En ese momento me agarró el ataque de locura. Me transformé en una máquina de dar manotazos. El vaso, los anteojos, el libro volaron por el aire. Salí disparado hacia el extremo del cuarto, miré y Estela no estaba. Una picazón  me recorría todo el cuerpo. Preso de un nerviosismo incontrolable sacudí mis pelos, me saqué el pijama y después de revisarlos, me puse los zapatos. Así, casi desnudo empecé a buscar a Estela, seguro de encontrarla en algún lado. Sin embargo, no estaba.
Fue un domingo intranquilo y con culpa. Sé que tuve una reacción intempestiva, pero fue el instinto.
Por suerte, ella demostró no ser rencorosa, ya que el lunes cuando regresé del trabajo, Estela estaba en su lugar. Ninguno dijo nada. Todo siguió igual, excepto que desde aquella noche cuando me despierto sediento voy al baño, y en un rincón de la pieza puse un balde porque ahora sé que, como cualquier bicho, las arañas también toman agua.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Fauna nocturna


Nada plácidamente entre ballenas que meditan; los sonidos, como ronroneo de gato, son graves y cadenciosos. Pero, las vibraciones se tornan cada vez más disonantes, molestas. De pronto, espasmos sibilantes le lastiman los oídos porque ahora está en la sabana y un elefante barrita furioso. Huye despavorida, tropieza y cae junto a un cerdo que le gruñe ruidosamente al oído.
Se despierta, observa con fastidio a su marido que duerme boca arriba y le da un codazo.



Imagen tomada de la red.
Esta minificción obtuvo una  mención en el concurso de la Marina de Ficticia en noviembre de 2010. Jurado: Marisol Nava Hernández, autora mexicana.

jueves, 2 de diciembre de 2010

El niño en la vereda

Cuando llegó mi marido le dije que había un niño en la sala y que debíamos llevarlo hasta su casa; él  miró hacia donde estaba el nene  y con gesto resignado tomó las llaves del auto otra vez. Cubrí al niño con mi chal negro porque el viento estaba helado y lo senté adelante sobre mi falda.
— ¿Adónde vamos? —preguntó mi marido.
—Almafuerte  nueve ocho  nueve  —indiqué—. Es asombroso que siendo tan chiquito sepa su dirección, ¿no te parece?
—Cada vez son más avispados los chicos…—asintió, y me echó una mirada mientras yo le acariciaba la cabecita al nene, cuidando de no tocar la sutura en el cuero cabelludo.
Fuimos por  la avenida que ya comenzaba a encenderse a esa hora de la tarde. El niño iba erguido pegado a la ventanilla y parecía disfrutar de  las luminarias.
—¿Dónde estaba? —preguntó mi marido.
Como si el niño fuera sordo susurré estúpidamente:
—En la vereda de la guardia del hospital: la madre me pidió que lo cuidara mientras hacía los trámites del seguro por el accidente en el colectivo.
El niño me miró y señaló con su dedito el enorme cartel de la Coca con el oso polar. Le sonreí; siguió observándolo hasta que  no pudo más y, al volver la cabeza, la gasita yodada que sujetaba los puntos se bamboleó y desprendió ese olor metálico que aborrezco.
En  9 de Julio, el alumbrado  aún no se había encendido; el nene fue señalando con el dedo y contó: uno verde, dos verde, tres verde. Le hice un galope con las piernas para animarlo, entonces se reclinó sobre mi pecho y  se llevó el dedito a la boca, avergonzado.
Mientras esperábamos el semáforo en  Roca, se apagó  la luz en la calle y el nene no volvió a moverse.
A  la altura del mil cien mi marido dobló, condujo una cuadra más y volvió a doblar. Había corte de luz en el barrio.
—Es acá—indicó, y estacionó frente a unos departamentos en planta baja—. Andá,  te espero.
Abrí la puerta del coche y, mientras lo arropaba, le dije al nene que saludara a mi marido y le hizo adiós con la mano, la misma manita que le tomé cuando entramos al pasillo ancho y largo que separaba las hileras de  viviendas.
—¿Cuál es tu casa? —le pregunté. Y el nene señaló hacia el fondo donde había una luz de emergencia encendida.
Empezamos a caminar por la vereda a lo largo de un cantero aún sin plantas; íbamos con cuidado porque ya había oscurecido, muchas persianas estaban bajas y en las pocas ventanas abiertas la luz era muy débil.  Casi a la mitad del recorrido, el niño comenzó a llorisquear.
—Ya llegamos, querido —le dije, e intenté apretarle la manita para consolarlo, pero se soltó y sorpresivamente salió disparado.
— ¡Cuidado que te caés! —grité, mas no hizo caso: corrió unos cuantos metros antes de  tropezar. El chal que se  había ido desprendiendo durante la carrera, ondeó de manera extraña por el viento y le cayó encima: lo cubrió completamente. Por unos segundos  me causó  gracia que quedara así, pero enseguida me apuré porque debía estar asustado. Fue extraño que no se  moviera; había visto que apoyaba las manos, estaba casi segura de que no se había hecho daño. Pero entonces me acordé de su herida en la cabeza, y corrí.  Me incliné  y cuando extendía los brazos para alzarlo, con pavor, me di cuenta de que no había niño debajo, sólo mi chal tirado en la vereda.
Subí al auto jadeante, alelada, pero mi marido no preguntó.
Antes de regresar, dimos muchas vueltas por el parque. El viento soplaba aún más fuerte, pero allí había luz; igual que en el hospital, cuando llegamos.
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