miércoles, 29 de diciembre de 2010

El auditor y el hombre en mono blanco

El hombre en mono blanco barre la pinocha que le cae encima como si  fueran goterones.
—Dígame, ¿usted sabe por qué  le llueve esto, verdad? —pregunta el auditor.
—Por supuesto, señor. Y ha sido una condena justa.
— ¿Y sabe de dónde viene? —el auditor señala la llovizna.
—Me han dicho que de la Luna.
— ¿Le han dicho…? ¿Quién? Si usted no habla con nadie.
— Eso es lo que usted piensa.
— A ver dígame con quién, si está solo aquí. Debe estar solo… ¿Entiende que tengo que anotar todo lo suyo, no?
— Sí, sí, cuando me leyeron el acta se incluía su visita, es su trabajo. Le explico: hablo con gente que viene a mi cabeza, y lo hago en todo momento. O cuando lo necesito.
—Ah, entonces habla con usted mismo.  O lo que es igual: habla solo.
—No, no. De ninguna manera.  Hablaría solo si yo me preguntara y me respondiera. Pero no es el caso. Ya le he dicho que hay gente, otras personas  en mi cabeza.
—Claro, gente imaginaria.
—Mire, si  quiere verlo de ese modo, yo no puedo impedírselo. Pero sepa que fui una persona muy limitada, casi no estudié. Apenas si leía el misal. Usted comprenderá que me faltan muchas respuestas y, sin embargo,  cuando tengo que resolver algunas cosas,  alguien de los que anda por allí, adentro mío, digo,  sabe darme lo que busco; cosas que  yo ignoraba completamente.
—Ajá. Como el asunto del origen de la pinocha, ¿no?
—Exactamente.
— ¿Y quién fue el que le dijo eso?
—¿Usted quiere saber el nombre?
—Cualquier cosa: el nombre, qué hace, de donde sacó que la lluvia suya viene de la luna.
—Bueno, el nombre no se lo pregunté nunca -no soy curioso-. Además,  como no los llamo, no necesito conocer ningún nombre.  Pero, los reconozco por la voz. Eso sí. El que me contó lo de la lluvia es un tipo joven, más o menos de su edad, pero con canas.  Cómo supo él lo de la Luna -con mayúsculas-, le puedo decir.
—Le escucho.
—Estaba en la cabeza de otro justo cuando al tipo le leyeron el acta. Allí informaba la procedencia del regalo. Claro que a ése le llovía otra cosa.
— ¿Regalo?
—Así le dicen ellos, sí.
— ¿Regalo por qué? ¿Qué había hecho?
—Había matado a un angelito.
— ¿A un niño?
—No, no, a un ángel de verdad.
—Entiendo, pero, entonces, me parece poco regalo una lluvia.
—No vaya a creer. Hay lluvias y lluvias. Sobre todo si vienen de la Luna.
—Tiene razón, lo que llega de la luna, perdón, Luna, es bravo siempre. Es que allí son especialistas, no hay nada que hacer…¿Y cuál era lluvia del que mató al angelito?
—Le caía azúcar encima.
—No me parece tan terrible el azúcar...
—Usted no se imagina lo que es barrer azúcar.  Además tener permanentemente una cortina blanca adelante es muy molesto. Porque la lluvia del tipo era torrencial, no como esta garuita que tengo yo.  El azúcar se mete en todos lados, se disuelve en las secreciones, se pegotea; además,  se acumula rápido y hay que barrer y juntar, barrer y juntar. En cambio, la pinocha no es tan complicada. Fíjese usted que hace un ratito que no barro y no se ha  amontonado tanto… Lo único que tengo que evitar es mirar hacia arriba, por las dudas, y me pierdo los cielos ¿me comprende?
—Claro que sí. Yo estoy asombrado por lo que sabe. Se ve que  le han informado bien –sea quien sea- porque me ha dado ciertas respuestas que no tendría que conocer.
—¿No le dije?
— ¿Le puedo hacer una última pregunta ? Y esto no va a constar en mi informe porque es pura curiosidad personal.  Por eso no tiene obligación de contestarla.
—Pregunte, nomás.
— ¿Por qué le llueve pinocha a usted? Ese dato no figura en mi  planilla. ¿Qué fue lo que hizo?
—Yo fui el  primero en matar a un auditor en infiltrados. Pero, venga, no sienta temor: ya me vacunaron para que no vuelva a ocurrir.




domingo, 19 de diciembre de 2010

EL HILO


Créanme que es extraño y fascinante a la vez.  Mi cabeza es un globo. No hay cuello, apenas, una cuerda delgada que se alarga.
Conocí a una mujer a la que le pasaba lo mismo: la cabeza le subía por encima de las de los demás; caminaba, comía, atendía a  sus pacientes –era médica-, con esa sensación. A veces —me contaba— temía que se le escapara por la fragilidad que adivinaba en lo que ya no percibía como cuello. Sólo estando en la cama todo volvía a su sitio, hasta que se levantaba otra vez. El marido, médico también, le decía que era cansancio; el psiquiatra, depresión. Dejé de verla por las vacaciones. Al regresar, supe que había fallecido. Algo súbito, dijeron.
¿Comprenden ahora por qué hace días que estoy acostada, verdad?
                                        




Esta minificción  fue  escrita  especialmente para el  Filandón 3.0 2010.
Arte: Artedevillafox Sergio Santini

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Observando a Estela


 Podría decirles que a Estela la tenía vigilada, pero vigilada es una palabra fuerte. Una expresión más  adecuada sería la seguía de cerca, aunque tampoco se puede tomar  al pie de la letra porque Estela no iba a ningún lado. ¡Ojo! No soy un acechador ni un pervertido, ni nada parecido.  Simplemente  me gustaba mirarla, me entretenía.  Además, ella estaba en un nivel inalcanzable a mis posibilidades y era lo único por hacer.
Soy un tipo de costumbres: el vermút con los amigos el sábado al mediodía, el fútbol los domingos, el mate al volver del trabajo, el vaso de agua y la novelita policial al acostarme. Por eso, a la tarde, sentado al lado de la ventana, entre mate y mate, también se hizo costumbre observar a Estela.
Nunca supe de dónde vino, un día llegué y ella ya estaba en el vecindario: ahí empezó lo nuestro; a la hora que regresaba y los fines de semana, siempre estaba accesible a mi propósito, casi como si supiera. Era un placer verla  ocupada en alguna tarea que por ignorancia propia de sus menesteres y por la distancia, yo desconocía. Me intrigaba no encontrarla en otro lado, aunque no estaba seguro de reconocerla de cerca.
Muchas veces sospeché que ella hacía lo mismo conmigo. Digo: yo no estaba obsesionado, no la miraba fijo continuamente, porque me distraían otras cosas en la calle o mis propios pensamientos, entonces cuando volvía a mirarla, ella estaba quieta como observándome. Se quedaba, así, manteniendo una postura casi desafiante y luego continuaba sus quehaceres. Esas actitudes me hicieron pensar que lo nuestro era mutuo. 
Recuerdo la noche cuando desapareció. Fue un sábado. Llovía y antes de acostarme me asomé por la ventana. Me entretuve con la lluvia unos minutos, le eché una mirada a Estela —incansable con sus cosas—, cerré la ventana y me acosté a leer.
Me desperté porque la patilla de los anteojos se me incrustó en la sien izquierda, desvelado y con sed. Mi boca parecía de papel. Eran las cuatro. Sin mirar agarre el vaso y estaba por tomar un trago cuando vi a Estela delante de mi cara. Quedé duro. Estoy soñando, pensé. Parpadeé: Estela  seguía allí. No supe si fue la impresión, el vidrio o los anteojos, pero se veía enorme. Rápidamente se desplazó y sentí un leve roce por el bigote y el costado de la cara. En ese momento me agarró el ataque de locura. Me transformé en una máquina de dar manotazos. El vaso, los anteojos, el libro volaron por el aire. Salí disparado hacia el extremo del cuarto, miré y Estela no estaba. Una picazón  me recorría todo el cuerpo. Preso de un nerviosismo incontrolable sacudí mis pelos, me saqué el pijama y después de revisarlos, me puse los zapatos. Así, casi desnudo empecé a buscar a Estela, seguro de encontrarla en algún lado. Sin embargo, no estaba.
Fue un domingo intranquilo y con culpa. Sé que tuve una reacción intempestiva, pero fue el instinto.
Por suerte, ella demostró no ser rencorosa, ya que el lunes cuando regresé del trabajo, Estela estaba en su lugar. Ninguno dijo nada. Todo siguió igual, excepto que desde aquella noche cuando me despierto sediento voy al baño, y en un rincón de la pieza puse un balde porque ahora sé que, como cualquier bicho, las arañas también toman agua.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Fauna nocturna


Nada plácidamente entre ballenas que meditan; los sonidos, como ronroneo de gato, son graves y cadenciosos. Pero, las vibraciones se tornan cada vez más disonantes, molestas. De pronto, espasmos sibilantes le lastiman los oídos porque ahora está en la sabana y un elefante barrita furioso. Huye despavorida, tropieza y cae junto a un cerdo que le gruñe ruidosamente al oído.
Se despierta, observa con fastidio a su marido que duerme boca arriba y le da un codazo.



Imagen tomada de la red.
Esta minificción obtuvo una  mención en el concurso de la Marina de Ficticia en noviembre de 2010. Jurado: Marisol Nava Hernández, autora mexicana.

jueves, 2 de diciembre de 2010

El niño en la vereda

Cuando llegó mi marido le dije que había un niño en la sala y que debíamos llevarlo hasta su casa; él  miró hacia donde estaba el nene  y con gesto resignado tomó las llaves del auto otra vez. Cubrí al niño con mi chal negro porque el viento estaba helado y lo senté adelante sobre mi falda.
— ¿Adónde vamos? —preguntó mi marido.
—Almafuerte  nueve ocho  nueve  —indiqué—. Es asombroso que siendo tan chiquito sepa su dirección, ¿no te parece?
—Cada vez son más avispados los chicos…—asintió, y me echó una mirada mientras yo le acariciaba la cabecita al nene, cuidando de no tocar la sutura en el cuero cabelludo.
Fuimos por  la avenida que ya comenzaba a encenderse a esa hora de la tarde. El niño iba erguido pegado a la ventanilla y parecía disfrutar de  las luminarias.
—¿Dónde estaba? —preguntó mi marido.
Como si el niño fuera sordo susurré estúpidamente:
—En la vereda de la guardia del hospital: la madre me pidió que lo cuidara mientras hacía los trámites del seguro por el accidente en el colectivo.
El niño me miró y señaló con su dedito el enorme cartel de la Coca con el oso polar. Le sonreí; siguió observándolo hasta que  no pudo más y, al volver la cabeza, la gasita yodada que sujetaba los puntos se bamboleó y desprendió ese olor metálico que aborrezco.
En  9 de Julio, el alumbrado  aún no se había encendido; el nene fue señalando con el dedo y contó: uno verde, dos verde, tres verde. Le hice un galope con las piernas para animarlo, entonces se reclinó sobre mi pecho y  se llevó el dedito a la boca, avergonzado.
Mientras esperábamos el semáforo en  Roca, se apagó  la luz en la calle y el nene no volvió a moverse.
A  la altura del mil cien mi marido dobló, condujo una cuadra más y volvió a doblar. Había corte de luz en el barrio.
—Es acá—indicó, y estacionó frente a unos departamentos en planta baja—. Andá,  te espero.
Abrí la puerta del coche y, mientras lo arropaba, le dije al nene que saludara a mi marido y le hizo adiós con la mano, la misma manita que le tomé cuando entramos al pasillo ancho y largo que separaba las hileras de  viviendas.
—¿Cuál es tu casa? —le pregunté. Y el nene señaló hacia el fondo donde había una luz de emergencia encendida.
Empezamos a caminar por la vereda a lo largo de un cantero aún sin plantas; íbamos con cuidado porque ya había oscurecido, muchas persianas estaban bajas y en las pocas ventanas abiertas la luz era muy débil.  Casi a la mitad del recorrido, el niño comenzó a llorisquear.
—Ya llegamos, querido —le dije, e intenté apretarle la manita para consolarlo, pero se soltó y sorpresivamente salió disparado.
— ¡Cuidado que te caés! —grité, mas no hizo caso: corrió unos cuantos metros antes de  tropezar. El chal que se  había ido desprendiendo durante la carrera, ondeó de manera extraña por el viento y le cayó encima: lo cubrió completamente. Por unos segundos  me causó  gracia que quedara así, pero enseguida me apuré porque debía estar asustado. Fue extraño que no se  moviera; había visto que apoyaba las manos, estaba casi segura de que no se había hecho daño. Pero entonces me acordé de su herida en la cabeza, y corrí.  Me incliné  y cuando extendía los brazos para alzarlo, con pavor, me di cuenta de que no había niño debajo, sólo mi chal tirado en la vereda.
Subí al auto jadeante, alelada, pero mi marido no preguntó.
Antes de regresar, dimos muchas vueltas por el parque. El viento soplaba aún más fuerte, pero allí había luz; igual que en el hospital, cuando llegamos.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Los ojos del Buda



Falta poco para que amanezca y no durmió; ha estado leyendo lo que siempre lee en la víspera. Como agua de pozo en medio del follaje, la lectura lo sosiega. Valgan el temblor y la fiebre de días anteriores, el privilegio de este día.  
Se prepara: lucirá un atavío principesco; por elección, irá descalzo. Escucha música afuera; oye también voces silenciadas que más tarde, cuando él termine, se llenarán de  júbilo.   
La claridad  sin sol lo llama y sale. Contempla el caserío, más abajo el hilo de agua serpenteando el bosque, los cultivos y las montañas todavía oscuras. Los ve desvaídos por la bruma gris del alba y apresta sus ojos tan despiertos. Necesita embeberse del lugar para que sus manos se impregnen con la magia. Mira hasta embriagarse de paisaje como se ha embriagado  tantas veces en desdicha. Mira para que al pintar los ojos, éstos deseen mirar  porque ya conocen.
Cuando el sol asoma vibran címbalos y él camina con majestad hacia la estatua: feliz, casi como si la llevase a ella de la mano.  Sube espejo, pigmentos y pinceles al andamio. Abajo, sólo los mantras acompañan: nadie osará mirar mientras se crea lo sagrado.  
A la hora de la Iluminación, el pintor descansa  su mano unos segundos en el pecho, donde guarda las cartas que relee, y luego, de espaldas con pinceles al hombro y enfrentando el espejo, despliega su arte. Pinta los ojos a la estatua. Pinta lo que ha conocido tanto, lo más bello: el valle natal, las montañas azules, la sonrisa en los ojos que un día dijeron hasta luego, sin saber que era adiós.



Inspirada  en la tradición Nètra Mangala, (el ritual de los ojos), de Sri Lanka  en la que un artista especial, en una ceremonia, pinta los ojos a la estatua de Buda, lo último que se hace y que le confiere su carácter sagrado

viernes, 19 de noviembre de 2010

Miradas


Tras cuarenta años de felices acuerdos, ambos presumen de entenderse sin palabras.
Casados por trámite civil, en su momento prefirieron comprar la cama grande a los anillos; después, se olvidaron. O casi, porque ahora ella mira su mano un tanto artrítica y piensa que le gustaría lucir un aro de oro junto al cintillo heredado de su madre. Entonces la extiende y  pregunta sonriendo a su marido:
—¿No crees que ya es hora? —Mueve el dedo anular con cierta dificultad—. ¿No te gustaría a vos también? —agrega entrelazándole los dedos.  Él observa las manos de los dos, la mira a los ojos intensamente y asiente.
Al otro día, irá contento a reservar la excursión para las aguas termales.



Imagen: Artedevillafox Sergio Santini (Argentina).


Esta minificción resultó ganadora del concurso de noviembre en la Marina de Ficticia. Jurado: Marisol Nava Hernández, autora mexicana

lunes, 15 de noviembre de 2010

Volver

No la ve desde hace más de dos años. Este regreso es casi empezar de nuevo y le hubiera gustado presentarse de otra manera. No así, con el pelo largo, la barba rala sin afeitar y el pantalón sucio. Ella aprecia la pulcritud y la ropa limpia. Después de mirarlo de arriba a abajo cuando él lucía impecable, ella sonreía y asentía con la cabeza. Por eso, antes, él siempre se esmeraba con la ropa y también con los buenos modales. Esto último sigue igual (la buena educación dura para siempre dice su mamá) pero no ocurre lo mismo con su aspecto. Desde hace unos meses lo ha ganado el desánimo y se le nota en la cara demacrada y en la postura. Junto con el optimismo se fueron también sus rasgos de niño, dejándole un rostro cambiante al que no termina de acostumbrarse.
     Puntualmente hoy, además de la apariencia le molesta otra cosa. Él hubiera preferido verla en otras circunstancias. Encontrarla, por ejemplo, en la entrada de una tienda, él, con las bolsas llenas; se las hubiera arreglado para abrirle la puerta de vidrio mientras ella le agradece la gentileza. O si no, coincidir en la cola de la caja del supermercado y entonces le hubiera cedido el lugar porque él llevaría el carrito rebalsando de mercadería y ella, pocas cosas. Esos, sí,  serían buenos encuentros.  
En cambio, en este momento se siente culpable, como si de algún modo le hubiera fallado, a pesar de haber seguido su consejo y terminado la escuela vespertina. Según dicen eso le dará más posibilidades. Lástima que las posibilidades no se coman, que el novio de su mamá se haya ido hace tres meses y que a él, en el mercado lo hayan suspendido hace más de una semana.
Sí,  en el fondo no le importa nada su apariencia, lo que no quiere es volver. Y sin embargo allí está, otra vez ante la puerta esperando que ella abra la ventanita, para decirle como antes: —Buenos días, señora  ¿tendría algún alimento para ayudarme, por favor?


 publicado en  Seis de Espadas, 2007.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Ornitológica


A la salida del templo después de la ceremonia, mi vecina me señala a su hijo y a su flamante esposa, ambos visiblemente emocionados.
—¡Mire los tortolitos…! —exclama arrobada.
No puedo evitar pensar en las tórtolas, pájaros dulces y frágiles, que en cautiverio son capaces de matarse mutuamente a picotazos.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Sequías


Durante años y años sobre la mesada del laboratorio escolar hubo sólo dos frascos traídos por alumnos: uno con un feto de ternero, otro con una araña rara.  Desde hace dos semanas hay cinco frascos nuevos: todos con arañas grandes y peludas. Pollitos es su nombre vulgar, pero no porque sean blandas ni tibias: debajo de esos pelos hay una coraza rígida, dura, fría. Dicen que están invadiendo la ciudad; se las ve caminar a lo largo de autopistas, rutas y caminos vecinales, con diferente suerte. Muchas viajan entre los ejes de los autos y camiones o en sus cajas; otras se escurren subrepticiamente desde el equipaje de los migrantes que llegan en colectivos. Es que hombres y arácnidos corren la misma suerte: los campos son arenales, ahora.
Comentan, también, que algunas se encuentran instaladas ya en jardines y patios urbanos. Por eso, no creo que los alumnos traigan muchos más frascos con arañas. La gente se acostumbra a todo.


Imagen tomada de la red: Foto Gratis

viernes, 29 de octubre de 2010

Tras el vidrio de reloj


Hace tiempo que nuestros encuentros fugaces no satisfacen a ninguna de las dos. Y encima, el otro rondando…


Mini premiada en la Marina de Ficticia. com.  Septiembre 2010. Juez: Mario Capasso. Argentina

domingo, 24 de octubre de 2010

Dolor

Subo fatigosamente la escalera de piedra  cuando un hombre en jubón, calzas y  arco en mano se adelanta y llega antes que yo a la almena de la torre. Desde allí, al parecer, reconoce al enemigo que se acerca; entonces, carga y tensa la cuerda: la certeza puesta en el rival.
-¡Qué ridiculez! ¿Cómo puedo soñar esto? -exclamo al tiempo que él suelta la flecha.  Sin duda,  le he hecho errar el tiro pues, furioso, carga otra vez y me apunta a mí.

Así  fue como desperté con esta terrible punzada en el ojo izquierdo, doctor.

viernes, 15 de octubre de 2010

Proveedor Gourmet

¡Miren! ¡Allá está! ¡El criadero natural más grande por estos lugares! Tiene razón Xlumi Tis;  él sabe porque estudia los ciclos y la demanda del  mercado. Por algo es de los mejores chefs de Xlovadi. Dice que nunca habrá problemas de abastecimiento si se respetan los tiempos de las especies. Y que no hay que temer, aunque los precios se encarezcan por el flete (si sabré yo lo que cuesta llegar hasta acá), porque la buena materia prima se paga bien.
Recuerden: el tour únicamente incluye el traslado y la degustación. Por el modo de recolección no pregunten; es secreto profesional. Sólo les digo que perfeccionarlo llevó mucho tiempo. Éstas son piezas muy pequeñas, frágiles, y deben llegar en perfectas condiciones. No trabajo a granel. Tomo la precaución de empacar por variedad y tamaño y eso facilita el trabajo en las cocinas.
La preparación correcta enaltece a un cocinero, eleva al restaurante a una categoría superior. Pero, el sabor, la consistencia de las fibras se alteran sin remedio si se desconocen los procedimientos correctos.  ¡Si habré visto reputaciones arruinados por la elección de una variedad equivocada o un punto de cocción inadecuado!  Ahora, ¡qué manjar de los dioses cuando están bien preparados!
Como sibarita prefiero lo sencillo, lo simple: a mí me gustan fritos. Los cocino yo mismo. Uso variedades mixtas  —para este tipo de cocción importa  sólo el tamaño—. Descarto las  piezas pequeñas por desabridas y las muy grandes, por la grasa. Elijo las medianas  —alcanzan el grado justo de crocantez y  dulzor—.  ¡Jamás  usen grasa de samú!  Sólo aceites neutros como calenis o tercure. Y no hay que vacilar; que los chilliditos  y las contorsiones no los amilanen. Son simples movimientos reflejos. Tampoco se deben pinchar porque pierden jugo: hay que tomarlos firmemente  con una pinza y cocinarlos apenas dos segundos. Es todo. Sí pongan  especial atención a  la temperatura del aceite. Nunca debe superar los 170 -175º Tun porque si no, los humanos se achicharran.



jueves, 7 de octubre de 2010

La gata

No sé por qué me puse a cortarle la carne a la gata. No lo había pensado antes, pero por ahí fue a propósito; o, quizá,  porque como tenía el cuchillo en la mano, ella se había puesto a maullar  y no me dejaba caminar. Alcira llegó justo cuando le daba a probar unos pedacitos. Me dio bronca que entrara sin llamar, aunque la vieja no tenía la culpa -Ernesto siempre deja la puerta abierta-.

— ¿Qué te pasó en la frente? —preguntó.
—Nada.
—Nada —repitió ella—. Algún día no contás más el cuento vos.
—Perdé cuidado —le dije, y volví a cortar. Todavía me temblaba un poco la mano y sentí que me tajaba un dedo. Justo en la coyuntura del pulgar. La misma sensación que cuando corté un tendón en la carne, sólo que me agarró como una electricidad fría. Pero no me sangró enseguida, debe haber sido porque tenía las manos heladas.
— ¿Comiste?
—Temprano— le mentí. Y le tiré a la gata más tiritas de carne.
—Así me gusta —movió la cabeza—. Pensá que ahora tenés que comer por dos.
Me empezó a sangrar el tajo. La sangre corrió por los pliegues del nudillo y manchó la carne. Yo siempre le corto finito a la gata para que coma rápido y se vaya porque Ernesto la saca a patadas cuando la ve adentro, pero entonces se los tiré como estaban, medio grandes, mezclados con mi sangre y todo.
— ¿Le encontraste la cría ya? —preguntó, mirando a la gata que lamía los últimos pedazos antes de masticarlos.
—Todavía no.
—Apuráte, si esperás más no te vas a animar a ahogarlos —aconsejó.
—No importa...
—Ja. No importa…, sí, tenés razón… Decile  al Ernesto, a ver qué pasa —se burló—. Sabés… estás rara hoy… ¿Será la preñez, che?
La gata se había devorado todo y olisqueaba el aire.
—¿Necesitás que te traiga algo?—dijo la vieja, ya saliendo.
—Me arreglo con lo que tengo —negué con la cabeza.
Apenas se fue puse la tranca y limpié el cuchillo otra vez. El dedo me ardía por el detergente. Vi a la gata ir hacia la pieza.
— ¡Ahí adentro no! —grité, pero ya se había metido.
Cuando corrí la cortina, lamía el charco oscuro en el piso.






Este cuento resultó finalista en el concurso de la editorial Disculpe las molestias, Mexico

lunes, 4 de octubre de 2010

Chance


 Aparentemente estás jugado. Listo. Pero tal vez  haya una posibilidad y lo vas a intentar.
Mirás al tipo en el piso: tiene un agujero en la cabeza. ¿Lo fusilaste o se suicidó? Los canas vociferan desde los techos.
“¡Vengan ustedes!,”  gritás. 
Y te reís. Estás loquito. ¡No sabés  por qué!  Quizá porque tomaste mucha merca, quizá  por el arma en la mano. ¡Qué bien calza!.. Sentís seguridad (siempre te gustó la sensación). Ajustás los dedos a la culata, al gatillo: está liviana. 
“¡La puta madre! ¿A quién le sacudí nueve veces? ¿A la yuta? ¿Qué carajo pasó?”
Entonces creés que se te revienta el pecho, que te morís…, justo cuando el milico tira de los pelos y otra vez  saca tu cabeza del tacho. El aire se pelea con el agua que ya tenés adentro. Si tan sólo pudieras recordar qué mierda  hiciste…

jueves, 30 de septiembre de 2010

Favor


Si el zapato no se hubiera deslizado debajo de la cama, Antonia no hubiese visto el envoltorio en tela  negra bajo la quinta pata. Adentro, recortados cuidadosamente,  torso y cabeza de su marido con la cara borracha del último cumpleaños. A la altura del primer botón prendido de la camisa, un agujerito de lado a lado, prolijo, con el borde pintado de rojo.
Antonia buscó a su madre y a la tía Ulda; las encontró en la cocina calentando agua para el café, riendo por lo bajo. Se sorprendieron al verle foto y trapo en la mano, pero ninguna  apartó la vista, al contrario. 
Entonces, Antonia les dio las gracias y, con disimulada satisfacción, retornó al comedor, donde velaban al cónyuge muerto de un infarto.



Mini premiada en La Marina en junio 2009  Jurado: Orlando Van Bredan . Argentina.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Lepisma saccharina superbum



Tras el disparo, el aire en el túnel se llenó de electricidad y humo. Por unos instantes, la enorme criatura convulsionó violentamente haciendo temblar el aparejo, antes de quedar quieta colgada en la trampa. Así y todo, por precaución, el hombre le seccionó los apéndices del último segmento; luego, la abrió en canal. Los estómagos se vaciaron con un crujido maloliente y entre la inmundicia  vislumbró lo valioso: libros aún sin digerir. Contento, los guardó cuidadosamente.
Entonces,  pensando en la simpleza de su oficio en el pasado, el restaurador destazó al mutante pescadito de plata.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Insomne



De tanto en tanto sucede que, involuntariamente, despierto a la gárgola de Saint Gervais: varios pestañeos  y suspiros coordinados, y ya está ella abriendo los ojitos y desplegando alas. Se anima en la noche  y emprende vuelo sobre la Rue des Barres  hacia mi tejado. Para ese entonces, y aún ignorante de su osadía, yazgo en mi cama intentando dormir.
Torpe, desprolija -entumecida quizá-, la delatan sus pezuñas en las tejas cuando llega.   Irremediablemente insomne,  oigo sus  pasos arriba, mientras  elige el lugar donde sentarse;  pretenciosa en más de un sentido (se horroriza de las canaletas simples),  escoge sólo las molduras que dibujan encajes en la piedra.
Yo, que hace tiempo me prometí mudarme a un barrio sin iglesias, de improviso, recuerdo  que son mis juramentos vanos  los que la convocan.  Y la  percibo paciente, con las orejas ansiosas por escuchar culpas.  Entonces sonrío bajo la sábana y comienzo a recitar mis faltas.  Invento pecados y pesares, prometo comenzar a cumplir  mis promesas so pena de suplicio.  Sé que eso la contenta porque al rato se ha marchado. 
Finalmente vuelvo a  intentar dormirme,  sin saber qué hacer con el rosario que me dio por  penitencia, y decidida a salir a buscar nueva habitación por la mañana.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Inadvertida


La arenga  le penetra en los oídos, apura su corazón, insufla  arrojo a la mente y una descomunal  fuerza a  las extremidades.
Lamentablemente, su hipersensibilidad intestinal  la expulsa  fuera del sistema justo en el campo de batalla.

martes, 14 de septiembre de 2010

CRISIS


— ¿Qué pasa que no respondes?

—Pasa… ¡que alguien tiene que frenar esto!

—Pero, ¿por qué?

—Porque serás el hazmerreír… ¡No lo creerá ni tu abuelita!

— ¿Te parece?

— ¡Hombre! ¡Por supuesto!

—Sin embargo, la chica está entusiasmada…
— ¡Ja! ¡Así lo ves vos!... ¡Y así te va! Oíme bien: la ropa, la música, los libros, ¡los comentarios!… ¡Todo es inadecuado! ¡Con tanta pavada es imposible conquistar a esa mujer!

— ¡¿Y qué hago?!

— ¡Por favor, deja de escribirme a tu imagen y semejanza!


Mini ganadora en la Marina mayo 2009- Juez: Naná Rodriguez Romero

viernes, 10 de septiembre de 2010

LA ESFERA


Descalzo, se para con las piernas abiertas en la habitación en penumbras; estira la nuca, flexiona las rodillas y repliega el vientre. Permanece así, con los brazos sin tensión a los costados, el aire entrando y saliendo imperceptiblemente por la nariz, la vista fija en la pared blanca. Después de unos segundos corrige la postura y ya cómodo, cierra los ojos.

Escudriñando en la oscuridad, observa un punto brillante acercándose despacio; viene desde lejos, desde la profundidad que su mente ha creado. Al detenerse, el punto ya no es punto, sino una pequeña bola resplandeciente. Moviéndose apenas, rodea con las manos la esfera imaginaria: siente calor en las palmas. Poco a poco, la esfera aumenta su tamaño y él extiende manos y brazos y el calor le llega a todo el cuerpo. Cuando la esfera es tan grande como él, y aún más, la eleva por encima de la cabeza y la sostiene en lo alto, liviana. Después, como si vistiese una túnica se desliza dentro de ella, en busca de la serenidad. Allí, en esa esfera imaginaria, siente la placidez de cuando se disfruta de una alegría secreta, allí su cuerpo paladea la certeza de estar en consonancia con el universo.

Esta vez al entrar, curiosamente, por primera vez la intensidad de la luz le ha parecido distinta, apenas un destello instantáneo en la penumbra de sus párpados cerrados, y sin saber por qué piensa en la esfera como algo orgánico. Sonríe. Le agrada la idea de que la persistencia en la práctica incremente su percepción, precisamente para eso sirve el ejercicio que perfecciona desde hace tanto tiempo.

Sin abrir los ojos inicia con sus manos el recorrido interior, palpa la concavidad con movimientos largos y tranquilos. Su cuerpo, sinuoso mimbre, se despliega, se estira de un lado a otro. Es entonces cuando sus pulpejos detectan leves, mínimas rugosidades que nunca antes ha notado. Está seguro de lo que siente, por eso, la novedad altera su ritmo. Leve distracción, pero, el ejercicio no se interrumpe. Más que nunca hoy, ahora, se le han disparado los pensamientos y las sensaciones. Se pregunta si acaso sus sentidos están desbocados. Una oscuridad muy negra lo envuelve durante segundos, luego se aclara. Sin completar un giro eleva apenas las rodillas e, insólitamente, y sin querer, se imagina flotando; incluso, un suave tirón en la cintura –como si hubiese un tope- le da la sensación de rebotar con un vaivén lento. Jamás lo ha experimentado antes y se excita, un cosquilleo tibio recorriéndole la espina dorsal, el estómago y el bajo vientre.

No tiene dudas, ahora, de que ha llegado a un nivel superior de su disciplina, una evolución que le permite otro conocimiento de la esfera sin que su voluntad intervenga. Se siente satisfecho y turbado al mismo tiempo, aunque también con cierto resquemor, pero no el suficiente como para detenerse. Sería insensato, imperdonable, desaprovechar la aventura interior que está viviendo, cerrar esa puerta que persistentemente ha buscado abrir todos estos años.

Da media vuelta y otra vez un relámpago atraviesa sus párpados. Estirándose con placer, como un gato, extiende brazos y manos hacia la luz fugaz. Percibe a través de las puntas de sus dedos una extensión alisada, tan pulida como tibia y húmeda. La impresión casi le hace mirar, pero controla el impulso -si abre los ojos, el ejercicio se termina-, aún así, la excitación lo deja vibrando, como electrizado. La intuición lo guía, le indica la secuencia de movimientos azarosos: encoge las rodillas, se deja caer y desliza los dedos por la parte inferior de la esfera: sus rodillas palanquean en un arco amplio. Palpa más rugosidades. Sonríe al recordar que de esto se trata: polaridades, los opuestos complementarios. Su mente se embebe del conocimiento de la esfera y agradece haber llegado a este punto, donde desde su interior surgen las certezas, las pautas.

De repente se siente abrumado, cansado. La intensidad inusual de la práctica lo afecta, sin dudas, y debe concluirla, ya que esta solo. No hay nadie para guiarlo.

Disfrutando aún de la sensación de ingravidez, de liviandad en su cuerpo, de la plenitud que lo entibia por dentro, de un orgullo creciente, comienza a invertir la secuencia del comienzo. Para liberarse, imagina sus manos rozando la fina tela interior de la esfera. Toma el aire despacio y espera unos segundos para exhalarlo, buscando normalizar su respiración. Se siente radiante, como embriagado, y perdura la sensación de flotar. Lo intenta nuevamente, limpia su mente de imágenes, se concentra en desandar el camino: extiende ambas manos para liberarse de la esfera, para empequeñecerla y transformarla otra vez en una bola brillante pero, una mano toca la superficie rugosa. Es tan real la sensación que se marea. La desorientación instala el temor de no controlar el ejercicio. Quiere terminar ya porque está agotado, le falta el aire. Abre los ojos. En realidad le ha parecido, pero no, porque aún percibe la esfera en penumbras. Permanece inmóvil intentando controlar la respiración y sus pensamientos. Para eso sirve la práctica, piensa aunque su corazón lata acelerado. Entonces, abre los ojos. Una estructura viscosa y curva le provoca una náusea profunda. Las paredes blancas, el piso entablonado han desaparecido. Tambalea, no tiene conciencia de soporte bajo sus pies. Con el corazón en estampida gira hacia la luz, hacia un ventanal redondo y convexo. Su razón desborda. Alucina, tiene que estar alucinando, algo ha de haberle sucedido porque está alucinando, pero al mismo tiempo sabe que si así fuera no tendría ese pensamiento. Por segundos regresa la oscuridad y él desea con todas sus fuerzas que las percepciones se acaben. Siente un tirón en la cintura al regresar la claridad. ¡Sigue en aquella repulsiva habitación! Una opresión le ahoga el grito. Su corazón palpita al ritmo de la pared circular. Desfallece. Con desesperación, pesadamente, se desplaza sobre la superficie viscosa para encontrar el vano de una puerta pero sólo renueva la náusea. Golpea contra la ventana. El vidrio –un vidrio húmedo- le impresiona mucho más grueso y sujeto con riendas viscosas firmemente adosadas. Distingue a través del mismo un ancho borde circular, al otro lado, como un moteado que circunda un halo, una abertura luminosa. Martilla su mente la certeza de conocer la estructura, pero la desesperación le impide recordarlo.

De improviso, el receptáculo viscoso se sacude, la habitación palpitante se agranda. El aire se ha tornado liviano, pegajoso, como si se adhiriera a las membranas de su nariz y allí permaneciera, sin entrar a sus pulmones. Apenas logra moverse cuando otro tirón lo desplaza violentamente hacia un costado. Con pavor palpa en su cintura una excrecencia, un cordón de su propia carne que lo une al techo curvo. En ese momento un haz de luz -relámpago vertiginoso- ilumina la habitación; en medio de un temblor, el círculo, al otro lado del cristal, se cierra y abre como un diafragma. Entonces, en un último instante de lucidez, su cerebro recuerda. Da un alarido y su boca se llena de líquido espeso. Boquea, se ahoga. Se retuerce. Se pliega. Se deshila. Intenta golpear contra el vidrio, pero ya no tiene brazos ni piernas sino colgajos sin forma; pronto, tampoco torso ni cabeza, solamente la conciencia de ser sólo un resto de tejido insignificante flotando en el humor vítreo: lo que vulgarmente se conoce como mosca.

martes, 7 de septiembre de 2010

Acerca de la escritura

No sé a ustedes, pero a mí me interesa todo lo relativo al proceso de la escritura, ese acto de introspección profunda a partir del cual nacen mundos. Por eso, cuando alguien se ha tomado el trabajo de desmenuzarlo mínimamente y ofrece su versión, pues me la devoro. Y me gusta encontrar espejos, descubrir en el otro lo que me pasa a mí. En fin, comprobar que lo que presumo locura no es de exclusividad propia sino, al menos, locura compartida. Cuando eso pasa, además queda la sensación placentera de que se va por buen camino, hacia donde sea…

En “Un arte espectral” Mailer reflexiona sobre la escritura, marca los pro y los contra del oficio de escritor. Muchos lo consideran un testamento literario, ya que lo escribió a los ochenta, cuatro años antes de morir en 2007.

Norman Mailer nació en Nueva Jersey en 1923. Estudió ingeniería en Harvard, tomó cursos de escritura creativa y decidió que quería ser escritor. Apenas graduado fue convocado a servir en el Pacífico durante la Segunda Guerra. Cuando regresó escribió “Los desnudos y los muertos”, la novela de guerra que le valió la fama y el reconocimiento. Tenía veinticinco años.

Transcribo aquí algunos párrafos donde reflexiona sobre el estilo.

“Podría adelantarles que el estilo les llega a los autores jóvenes más o menos en la época en que reconocen que la vida también está dispuesta a herirlos. Hay algo allá afuera que no es necesariamente engañoso. Eso explicaría por qué autores que estuvieron enfermos en la infancia casi siempre llegan temprano en su carrera como estilistas desarrollados: Proust, Capote y Alberto Moravia son tres ejemplos; Gide ofrece otro. Esta noción explicaría, por cierto, el desarrollo temprano y completo del estilo de Hemingway. Tuvo, antes de cumplir los veinte, la sensación inconfundible de estar herido, tan cerca de la muerte que sintió que su alma se deslizaba fuera de él y después volvía.

El joven autor promedio no está así de enfermo en la infancia ni es tan duramente golpeado por la vida temprana. Sus pequeñas muertes sociales son equilibradas a veces por sus pequeñas conquistas sociales. Así que escribe en el estilo de otros mientras busca el propio, y tiende a buscar palabras más que ritmos. En su apuro por dominar el mundo (raro es el escritor joven que no sea un pendejo consumado), también tiende a elegir sus palabras por su precisión, su capacidad de definir, su acción acrobática. A menudo su estilo cambia de escena a escena, de párrafo a párrafo. Puede conocer un poco acerca de crear atmósferas, pero la esencia de la buena escritura es que instala una atmósfera tan intensa como la de una obra teatral y después la altera, la amplía, la conduce hacia otra atmósfera. Cada frase, precisa o imprecisa, jactanciosa o modesta, cuida no meter un dedo hiperactivo a través del tejido de la atmósfera. Tampoco las frases se vuelven tan vacías de cualidad personal como para que la prosa se hunda en el suelo de la página. Es un logro que llega por haber pensado en la vida de uno hasta el punto en que uno la está viviendo. Todo lo que pasa parece capaz de ofrecer su propia suma al autoconocimiento. Uno ha llegado a una filosofía personal o ha alcanzado incluso esa rara meseta donde está atado a su propia filosofía. En esa coyuntura, todo lo que uno escribe proviene de la atmósfera fundamental propia.”

martes, 31 de agosto de 2010

EL ESCANDINAVO Y LA PANACEA

I
Al hombre que soñaba no le veía la cara, pero sabía que era yo mismo. Sólo que a él le decían el escandinavo. Tal vez fuese de allí, donde sea esté ese lugar. Él tapaba cajas muy grandes. Le costaba su esfuerzo y un cansancio extremo que cuando le acometía lo dormía ahí mismo. En esos momentos, el escandinavo hablaba. Preguntaba si hacía un buen trabajo. Yo no me había fijado, como él insistía miré. Algunas tapas estaban mal calzadas. Óptimo no, dije. Pero él seguía preguntando una y otra vez. No escuchaba. Al final me callé y él hizo lo mismo. Después pasaron cosas. No recuerdo qué. Así son los sueños.
II
Al escandinavo le deshacían el trabajo mientras dormía. Al despertar volvía a lo suyo. Luego dormía de nuevo. En su trance preguntaba quién era el culpable. Me aposté para averiguarlo. Fui el único entre los del sueño.
Dos tapas se movieron y sendos nubios altos salieron de las cajas. Ellos destaparon otras dos; aparecieron una mujer y otro hombre en trajes de jade. Nunca pensé que hubiera alguien adentro de las cajas. Después pasaron cosas. No le conté al escandinavo porque no escuchaba.
III
Cuando llegué, él, dormido, repetía hasta cuándo. Supe a qué se refería porque las cajas estaban tapadas. Me dio pena. Pregunté a otro de los del sueño qué hacer.
—Saquemos el jade de la boca de los nubios —dijo. Sabía lo que hablaba. Después quitamos los trajes al hombre y la mujer. Tapamos todas las cajas.
Va tiempo que nadie las destapa. El escandinavo duerme solamente. Puse jade en su boca aunque él no esté dentro de una caja. Ya no pasan cosas. Sólo los del sueño andamos por acá.

Cuento Finalista en I Concurso Nacional de Cuento “Ruinas Circulares” 2008 - Argentina.

sábado, 28 de agosto de 2010

POR LAS DUDAS

En varias ocasiones, camino al trabajo, saludé a una viejita achacosa en una casa del barrio. Coincidí con la dueña –una mujer algo afectada- en la cola del súper.

— Vi a su mamá —le dije.

— Qué raro…, si nunca sale de Montevideo —comentó extrañada.

— ¡Ah…perdón! —exclamé, sintiéndome una entrometida—. Como la señora estaba en su jardín…

— No sé —murmuró intrigante— ¿En mi jardín? ¿Y qué hacía?

— Se entretenía con las plantas.

— ¡Con razón aparecen las flores descabezadas! ¡Una pena, mire! Supuse que era un ácaro. Pero, oiga —se llevó una mano al pecho— ¿era muy vieja, la mujer?

Sí, y flaquita también. A veces está sentada.

— ¿Cómo? ¿La vio más de una vez?

— Sí, sí…

Puso los ojos en blanco y los cerró por segundos.

— Hágame un favor ¿quiere? —un hilito, su voz— La próxima, pregúntele su nombre. Si se llama Cata ¡es ella!

— ¿Quién?

— ¡Mi suegra!

— ¿Por qué no se lo pregunta usted?

— Si la viera, lo haría.

— ¿No la ve?

— Sólo en la foto de la lápida, querida.

Eventualmente, la vieja me sigue saludando. Pero yo no pregunto.

domingo, 11 de julio de 2010

GUYUK

Khir le había mostrado el camino en un sueño. Luego Ob lo reprodujo cuidadosamente sobre una pequeña tabla de arcilla. En otro sueño le enseñó las palabras y los hitos, entonces él completó su mapa . Durante ciento ocho noches memorizó el itinerario con los ojos cerrados. Sus dedos recorrieron la tablilla hasta dejarla pulida y lustrosa. La noche ciento nueve soñó con el árbol. Supo dónde terminaba su camino y se alegró. Esperó la luna propicia para emprender el viaje y partió solo porque así debía ser. Pieles de uris cubrían su cuerpo y los pies; llevaba colgada en la cintura la tablilla envuelta en cuero blando. Ni vara ni cuchillo. Antes de que saliera el sol estaba en los lindes del bosque al pie de la montaña. Descansó durante el día y no comió nada para purificarse. Sólo bebió agua del deshielo. Al anochecer hizo una hoguera para alejar las bestias, ya que había visto lobos blancos. Ayunó tres días más permaneciendo en el mismo lugar. La cuarta noche soñó el pájaro. Era de color bronce con un collar de plumas negras, alas amplias y un pico corvo y rojo. Nunca había visto ave tan imponente, por eso durante el quinto día dormitó tranquilo. Cuando se ocultó el sol desenvolvió la tablilla. Sus dedos la recorrieron por última vez y luego de un golpe la rompió. Con una piedra convirtió los trozos en polvo y pronunciando las palabras aprendidas en el sueño lo esparció en las cuatro direcciones. Apagó el fuego y se quitó el atuendo. Estaba listo. Debía cumplir el extenso recorrido en una única noche, pero Khir le había advertido que no se preocupara porque la noche sabía esperar. Emprendió el ascenso, el ayuno había fortalecido su espíritu. Uno tras otro fue encontrando los hitos. Una roca blanca, un tronco partido, el hilo de agua, la hoya profunda, una barrera de hielo y ciertos pinos. Hubo rodeos hacia un lado y hacia el opuesto evitando escollos como piedras grandes y arbustos densos, pero siguió la senda correcta. Aunque la noche era fría pronto su cuerpo fue un fuego. Sus pies parecían alados sobre el mantillo húmedo o enredaderas extendidas en el suelo. Aminoró sus pasos al llegar al desfiladero. Hubo tramos donde la roca lastimó sus pies, pero él no se dio cuenta. Nuevamente en la fronda dejó atrás la cornamenta de doce puntas, una cueva y los pinos secos. En los claros su cuerpo empapado brillaba. Durante horas ascendió sin dudar sintiendo el tambor de su pecho en la garganta y las sienes. Abandonó el bosque y finalmente avistó dos grandes rocas blancas y otra encimada formando un arco. Se detuvo. Había completado el recorrido y la noche aún lo acompañaba. Exhausto y temblando se sentó debajo de las piedras. En ese momento una nube ocultó la luna y en la oscuridad él presintió el abismo adelante y la mirada de lobos detrás. Quiso pararse pero no pudo porque una punta le atravesó el pecho. Cayó hacia adelante interminablemente y en silencio. Mientras caía pensó en el pájaro. Así murió Ob, el cazador. Su cuerpo quedó desmadejado en el hielo de una grieta.

Cuando volvió a la vida estaba en el árbol y la tibieza del nido lo embriagaba. Era un niño pequeño otra vez y su madre, el ave de pico rojo estaba a su lado. Guyuk, dijo ella; ése sería su nombre. Miró hacia abajo y vio otras ramas con nidos y más niños y madres. Se sintió feliz porque el suyo estaba entre los más elevados. Sería un chamán poderoso, como Khir había augurado.

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