Cuando llegó mi marido le dije que había un niño en la sala y que debíamos llevarlo hasta su casa; él miró hacia donde estaba el nene y con gesto resignado tomó las llaves del auto otra vez. Cubrí al niño con mi chal negro porque el viento estaba helado y lo senté adelante sobre mi falda.
— ¿Adónde vamos? —preguntó mi marido.
—Almafuerte nueve ocho nueve —indiqué—. Es asombroso que siendo tan chiquito sepa su dirección, ¿no te parece?
—Cada vez son más avispados los chicos…—asintió, y me echó una mirada mientras yo le acariciaba la cabecita al nene, cuidando de no tocar la sutura en el cuero cabelludo.
Fuimos por la avenida que ya comenzaba a encenderse a esa hora de la tarde. El niño iba erguido pegado a la ventanilla y parecía disfrutar de las luminarias.
—¿Dónde estaba? —preguntó mi marido.
Como si el niño fuera sordo susurré estúpidamente:
—En la vereda de la guardia del hospital: la madre me pidió que lo cuidara mientras hacía los trámites del seguro por el accidente en el colectivo.
El niño me miró y señaló con su dedito el enorme cartel de la Coca con el oso polar. Le sonreí; siguió observándolo hasta que no pudo más y, al volver la cabeza, la gasita yodada que sujetaba los puntos se bamboleó y desprendió ese olor metálico que aborrezco.
En 9 de Julio, el alumbrado aún no se había encendido; el nene fue señalando con el dedo y contó: uno verde, dos verde, tres verde. Le hice un galope con las piernas para animarlo, entonces se reclinó sobre mi pecho y se llevó el dedito a la boca, avergonzado.
Mientras esperábamos el semáforo en Roca, se apagó la luz en la calle y el nene no volvió a moverse.
A la altura del mil cien mi marido dobló, condujo una cuadra más y volvió a doblar. Había corte de luz en el barrio.
—Es acá—indicó, y estacionó frente a unos departamentos en planta baja—. Andá, te espero.
Abrí la puerta del coche y, mientras lo arropaba, le dije al nene que saludara a mi marido y le hizo adiós con la mano, la misma manita que le tomé cuando entramos al pasillo ancho y largo que separaba las hileras de viviendas.
—¿Cuál es tu casa? —le pregunté. Y el nene señaló hacia el fondo donde había una luz de emergencia encendida.
Empezamos a caminar por la vereda a lo largo de un cantero aún sin plantas; íbamos con cuidado porque ya había oscurecido, muchas persianas estaban bajas y en las pocas ventanas abiertas la luz era muy débil. Casi a la mitad del recorrido, el niño comenzó a llorisquear.
—Ya llegamos, querido —le dije, e intenté apretarle la manita para consolarlo, pero se soltó y sorpresivamente salió disparado.
— ¡Cuidado que te caés! —grité, mas no hizo caso: corrió unos cuantos metros antes de tropezar. El chal que se había ido desprendiendo durante la carrera, ondeó de manera extraña por el viento y le cayó encima: lo cubrió completamente. Por unos segundos me causó gracia que quedara así, pero enseguida me apuré porque debía estar asustado. Fue extraño que no se moviera; había visto que apoyaba las manos, estaba casi segura de que no se había hecho daño. Pero entonces me acordé de su herida en la cabeza, y corrí. Me incliné y cuando extendía los brazos para alzarlo, con pavor, me di cuenta de que no había niño debajo, sólo mi chal tirado en la vereda.
Subí al auto jadeante, alelada, pero mi marido no preguntó.
Antes de regresar, dimos muchas vueltas por el parque. El viento soplaba aún más fuerte, pero allí había luz; igual que en el hospital, cuando llegamos.
Dios! me dejaste piel de gallina... Muy bueno Mónica!
ResponderEliminarSaludos!
Te lo dije en Breves y lo repito: g-e-n-i-a-l.
ResponderEliminarUn abrazo
Que dolor en el alma me da.
ResponderEliminarAbrazo grande
tu siempre fan
Hermoso y tierno. Un recuerdo muy lindo.
ResponderEliminarCreo que se trata del atormentamiento de una pareja tras la pérdida de un hijo. Lo releeré
ResponderEliminarMe has tenido toda la lectura en vilo.
Muy bueno.
Un beso, Mónica
Primero es un excelente relato; segundo, muy enigmático. Al principio parece ser lo que es, pero al releerlo (y tal vez me equivoque de acá a la China) me da la sensación de que esa situación no es la primera vez que se produce.
ResponderEliminarSaludos.
Es bellísimo. Encaje de bolillo donde cada uno juega su papel en este relato que deja ver la pérdida, la negación, la inventiva, la resignación... y mucho más. Me gustó mucho.
ResponderEliminarBesos, mil.
Claudia, sí, es un poco impresionante, porque cuando hay niños de por medio en las historias trágicas, uno se sensibiliza mucho; me pasó al escribirlo.
ResponderEliminarPatricia: yo estoy doblemente agradecida y contenta por tus visitas y palabras.
Vivi, no sé que decirte. Quizá no haya sido oportuno que lo leyeras.
Juan, me alegra que te hayas asomado por aquí.
Torcuato, por ahí va la cosa, efectivamente.
Gabriel, no te equivocás en lo absoluto. Es cierto que resulta un tanto enigmático, es la parte que le queda al lector para completar la historia.
Lola, y a mí me gusta mucho tus elogios, sobre todo lo de 'encaje de bolillo'. Es muy gráfico para describir el trabajo que uno hace cuando ensambla una historia.
Mil gracias a todos por tan amables comentarios.
Besos y abrazos.
¡Excelente! Ese final, junto con la acción del marido tomando las llaves, son un manjar pantagruélico para las elucubraciones del lector, gracias por dar esta oportunidad de "agregarle" a tu cuentos las propias interpretaciones.
ResponderEliminarSaludos, te seguimos
Jeve.
Jeve, bienvenida y me alegro que compartas lo de proponer al lector un poco de trabajo; así es como aparecen derivaciones de los cuentos que una ni se imagina. Muchas gracias por tus palabras y por seguir el blog.
ResponderEliminarUn abrazo.
Mónica, antes que fantasmas o aparecidos, el niño me parece creación de la pareja; el simbolismo del hospital me lleva a elucubrar aún más... Al menos esa es mi interpretación. Me gustan este tipo de historias. Muy bien escrito y te mantiene en suspenso todo el tiempo, aún después de haber terminado el relato.
ResponderEliminarUn abrazo y un beso.