domingo, 25 de diciembre de 2011

Son sin vuelta





Poquito a poco beso, golpe, caricia. Por qué no sos buena —murmura—. Por qué no haces caso. Que él no es así. Lo obligo. Pido perdón. No llores, digo.

Poco a poquito, paliza. Tu culpa, dice.  Y maldice. Si sos mi alegría, mi sol, habla bonito. A besos, abruma. Me cubre. Pide perdón. La cama se hamaca.

Poquito a nada, abunda la tunda. ¡Vos lo buscás!, vocifera­. Lo ahoga la rabia. La rama se parte. Ruego. La mano me muele. Agonizo. Pide piedad. Me mata.


Imagen tomada de la red

domingo, 18 de diciembre de 2011

Una Navidad extraterrestre




La Hermandad  de los Vigilantes del Cielo convocó a sus miembros para la celebración de una Navidad especial. Todos se hicieron presentes a pesar de la noche tormentosa.
Llegado el momento, el hermano Arturo, el Primer Elegido, el guía catalizador de comunicaciones intergalácticas, aseguró con vehemencia que estaban a las puertas de una nueva era de intercambio con otros seres allende el espacio exterior, como había sido en los inicios.  Que a muestra de buena voluntad proponía de ahí en más un cambio en las tradiciones para restaurar lo injustamente olvidado.
Así, montado a la escalera metálica, en medio de fervorosos aplausos, trocaba estrella por resplandeciente ovni en la cúspide del pino cuando ocurrió el estruendo.

—Volatilización por rayo —secretearon los investigadores del fenómeno que dejó sin luz al barrio y sin guía a la Hermandad, en medio de la algarabía general por la primera abducción en el grupo. 



Escrito para y publicado en otra versión en el Especial Extraterrestres de Breves no tan breves 5/12/11
Ilustración tomada de la red.

domingo, 11 de diciembre de 2011

El sombrero del señor Panoszko



     

A la salida del Mercado Municipal, una fuerte ráfaga ascendente le arrebata el sombrero al señor Panoszko. El Panamá, hecho a medida, vuela como un frisbee por encima de los árboles de la plazoleta hasta que otra ráfaga lo baja en picada sobre la rampa del estacionamiento subterráneo. Con sus casi setenta y tres, el señor Panoszko hace gala de un buen estado físico, aunque no para correr y menos con una bolsa de compra en cada mano. Por eso maldice a la ciudad ventosa adonde emigró cincuenta años antes, mientras apura el rescate. Apenas llega a la mitad del puente peatonal, cuando observa con desilusión que el sombrero se prepara para volar otra vez;  efectivamente, a los pocos segundos, carretea raudo por la vereda rumbo a la esquina. Allí el viento arma su última jugarreta: lo remonta como a barrilete, lo hace doblar y  lo deposita sobre la pila de colchones de una camioneta que espera el semáforo. De esto último el señor Panoszko no se entera porque cuando llega, la camioneta se ha marchado y también los testigos.
—En esta ciudad se puede usar gorra, pero no sombrero —se lamentará después en la cola del colectivo cuando el sol se ensañe con su calva.
    
      El sombrero aparecido en el  jardín está algo sucio en el ala. Nada que un trapo humedecido en agua y unas gotas de vinagre no pueda quitar —observa María. Es nuevo —aspira un leve perfume masculino.  Se lo prueba: le queda ajustado. A simple vista le ha parecido casi de niño; sólo que los niños no usan ese tipo de sombreros. Cabeza pequeña —suspira. Al escucharse la memoria se despereza. La escuela, allá, en Lubiszc, cuando Lubiszc era parte de Polonia. En realidad, un grupo de niños y niñas  -ella misma-  gritando: ¡Cabeza pequeña! y  junto a esa imagen se le cruza una idea tan loca que lanza una carcajada. De algunas de aquellas caras retiene los nombres; de otros, no. Entre ellos, el del chico al que molestaban por el tamaño de su cabeza. Parecía un papín —sonríe. Vuelve  a examinar el sombrero, esta vez con los lentes para leer. Además de la etiqueta del fabricante, ha visto otra con  letras  bordadas: E.P.  Las iniciales del dueño, deduce, e  intenta pensar en apellidos que empiecen con pe. Lo tiene en la punta de la lengua, pero no.  De todos modos, sería una locura —reflexiona—. Cuántas probabilidades hay de que aquél chico y el dueño del sombrero sean el mismo.
Dos días después, el apellido irrumpe mientras escribe pan en la lista de la compra. Se entusiasma, más cuando en la guía telefónica encuentra al Panoszko, llamado Enrique. Se siente en la gloria hasta que se percata de que para devolver el sombrero, debe primero resolver algo muy importante. No puede abordar al hombre con la historia de la cabeza pequeña. Y piensa.

Desde hace  tres meses, el señor Panoszko y María Rogalin, viudos los dos, cultivan más que una amistad. Se conocieron  de modo casual en uno de los bailes de jubilados de  la Sociedad de Fomento del barrio Villa Rosas, donde él vive. Asombrosamente resultaron ser del mismo pueblo en Polonia, pero no se acordaban uno del otro. A él le apasiona el buen humor de María;  ella quedó prendada de esos ojos azules. Ninguno ha mencionado nunca cabeza pequeña o sombrero alguno.



Nota para los amigos y lectores que gusten dejar su comentario:
Por algún problema que desconozco, me resulta imposible comentar en mi propio blog, así como también en otros blogs que presentan este tipo de diseño en los comentarios. Espero que se solucione pronto. Muchos saludos a todos.



Imagen tomada de la red

domingo, 4 de diciembre de 2011

El orgullo herido


       

     Al anochecer las luces del hall se habían encendido y, desde la calle, el hotel fulguraba. A mis espaldas, el conserje atendía el teléfono. En los sillones de la vereda, uno de los huéspedes hojeaba una revista. Nadie estuvo atento como para hacer una seña o dar el grito de advertencia. Así, del auto estacionado en la puerta, el tipo extrajo una valija y una percha con un traje enfundado y se dirigió raudo hacia los escalones entre las columnas. Debió de pensar que entraba a un templete griego. Una no puede ser más impotente en estos casos, solo se prepara para el impacto. El estruendo conmocionó a todos. Temblé de arriba abajo, mas hice el esfuerzo para no desmoronarme. Él, la cara deformada por el golpe y la sorpresa, soltó lo que llevaba y quedó delante de mí, aturdido, hasta que el conserje disimulando la risa fue a socorrerlo. 
      
     Yo estoy resentida en cuerpo y espíritu. Acepto que el hombre sea miope o distraído, pero no puedo dejar de pensar en que soy demasiado simple. No me ven, no me consideran. De vez en cuando, un elogio por cómo brillo, aunque las loas las recibe el muchacho de la limpieza. Ahora, hasta mañana, ostentaré la estampa de esa cara grasosa. Otra afrenta, vean.


Imagen tomada de la red

domingo, 27 de noviembre de 2011

Prótesis




Que estás gordo, ¿eh? ¡Miráte nomás! ¿Acaso no te advertí  lo que pasaría si los comprabas? ¿No te dije por ahí no…? Que serían un problema en vez de una solución... Una vez, dos, vaya y pase... Pero lo tuyo ya es pecado.  ¿No te importa que te miren raro?  Egoísta, acaparador, dicen por lo bajo ¡Me da vergüenza salir con vos! ¿Adónde se ha visto un vampiro obeso? Si pareces una chinche gigantesca. Colmillos con sorbetes no, te dije. Lo nuestro es morder y lamer y lamer... ¡Encima les caés en la carótida! 




Versión corregida. La original fue publicada en El microrrelatista.
Imagen tomada de la red.

lunes, 21 de noviembre de 2011

En el circo




Los acróbatas chinos se elevan en una compleja columna humana. El desplazado amaestrador de pulgas ordena a su numerosa troupe el ataque.




Imagen tomada de la red

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La ceguera del sibarita




Desde que el gourmet perdió el olfato, su esposa, secretamente feliz, se amaña entre platillos a domicilio y congelados del súper.



jueves, 10 de noviembre de 2011

La aficionada al bonsái



El Curro se sobrepuso bien pronto al último rechazo. No lo amilanan fácilmente al hombrecito. Ya no frecuenta el Tablao y ha colgado la guitarra.  Ahora le interesa la jardinería. Y aún insiste con mujeres altas. Anda tras una que no lo va a defraudar, dice.



Imagen tomada de la red


domingo, 23 de octubre de 2011

Ellas





Hubo indicios. Empezó con ciertas voces que entre las vagas conversaciones de la gente alcanzaban un registro extrañamente familiar. Hubo susurros, suspiros y, luego, olores inhallables.  Un eco rebotó en las paredes de la casa cuando cayó al suelo una manzana.  Percibí extensiones de mi propia sombra y a mi alrededor no había nada. Entonces, supe que jugaban conmigo y que los juegos habían comenzado a despertarme. Supe que todavía no era la hora del encuentro.


La certeza de que habían arribado la tuve hace dos días. Regresábamos a medianoche y al doblar por una esquina, las luces del vehículo iluminaron dos mujeres paradas a un lado de la calle. Las cabelleras largas, cejas y pestañas aún reverberaban cuando pasamos a su lado.  Idénticas y albinas.  Se me erizó la piel, pero no dije una palabra. La mujer que iba conmigo invocó a su dios y no quiso darse vuelta por miedo a que no estuvieran allí cuando mirase. Hizo bien. Las gemelas se dejan ver sólo por instantes y presenciar su acto provoca terribles consecuencias.

A partir de aquella noche todo se ha acelerado. Hace un rato escuché  risas en el patio y por la ventana vi dos gatos atrapar un pájaro. Me miraron, cada uno con un ala de la presa entre los dientes, se regodearon y luego la soltaron. Es su señal. Saben que estoy preparado; que me he convertido, otra vez, en la especie más feroz.   
Ahora salgo porque ellas están cerca; no soy más de los que esperan que llamen a la puerta.


Fotografía tomada de la red



sábado, 15 de octubre de 2011

El '55





¿Por qué me obsesiona esta esquina? Mi cuerpo lo supo siempre. Cuando era  niño sentía un tropel, como una rodada de caballos al caminar por esta calle. Lo entendí cuando mi madre me contó, hace tantos años, que aquí murió mi padre; que aquí ella se arrastró para salvarse y salvarme a mí,  diminuto botón en su interior.
Alguien, algún funcionario lúcido, ha conservado el lugar de aquellos días (no todo debe ser  reemplazado). Y  agradezco. Lo inerte se empapa por igual  de la muerte y de la vida. El metal oxidado, los muros, el empedrado guardan memoria de la metralla, la sangre, los gritos. Pero también de las risas, las palabras susurradas al oído, de la música.
Mi padre entonaba una canción cuando cayó la primera bomba. Mi madre nunca pudo recordar cuál era. Por eso vuelvo. Espero que un  farol o alguna piedra trasude para mí aquella melodía.


Fotografía tomada de la red

martes, 4 de octubre de 2011

Los invito a leer "101 minificciones"



Open publication - Free publishing

Este libro se realizó con motivo del décimo aniversario de La Marina de Ficticia. Reúne los trabajos más votados de los concursos del taller. He tenido la satisfacción de que tres de mis micros formen parte del mismo, junto a obras de una calidad excepcional. Gracias a los compañeros del taller. 

domingo, 2 de octubre de 2011

Lepisma saccharina superbum




Tras el disparo, el aire en el túnel se llenó de electricidad y humo. Por unos instantes, la enorme criatura convulsionó violentamente haciendo temblar el aparejo, antes de quedar quieta colgada en la trampa. Así y todo, por precaución, el hombre le seccionó los apéndices del último segmento; luego, la abrió en canal. Los estómagos se vaciaron con un crujido maloliente y entre la inmundicia  vislumbró lo valioso: libros aún sin digerir. Contento, los guardó cuidadosamente.

Entonces,  pensando en la simpleza de su oficio en el pasado, el restaurador destazó al mutante pescadito de plata.



Micro finalista en el IX Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura 2011
Imagen tomada de la red.

domingo, 10 de julio de 2011

PAUSA

EN ESTE MES,  ni vara ni cuchillo  HA CUMPLIDO UN AÑO. ES HORA DE HACER UN INTERVALO.
MUCHAS GRACIAS A LOS QUE  HAN  ACOMPAÑADO CON  SUS  LECTURAS Y COMENTARIOS.
ABRAZOS A TODOS.

MÓNICA ORTELLI

miércoles, 29 de junio de 2011

Otro príncipe encantado




La joven se inclina y, ante el beso inminente, el sapo cierra los ojos agradecido. No ve la lengua que se descuelga y lo levanta en el aire.


Imagen tomada de la red

domingo, 19 de junio de 2011

Copy cat






Una vez más todo está listo: cruz, clavos, corona de espinas, lanza. La espera impacienta. Sólo falta el mesías.






Esta hubiera sido mi contribución al Vendaval 2011, si no me hubiese equivocado de horario.
Imagen tomada de la red.



jueves, 9 de junio de 2011

LA SALVACIÓN


Piso 4   D 2
“Esta liviandad en los huesos, el soplo que soy, la sensación de ser invisible…, deben significar algo.
¿Adónde irán las almas que se escapan antes de tiempo? Porque tengo la certeza de que vivo sin la mía,  y si quisiera salir a buscarla no sabría por  dónde comenzar. No lo haré, aunque en una circunstancia como ésta pudiera servirme tenerla a  mano.
 A mi alma la dejé ir como a los  hombres de mi vida. Todos dijeron más o menos las mismas cosas: que no supe alimentar el amor, que no me interesaba. No me interesaron particularmente  y cada uno llegado el momento:  me aburría. Tal vez  mi alma se  aburrió conmigo...”
¡¿Adónde fuiste?!...
...“Si no supe alimentar al  amor, quizás pasó lo mismo con el alma: se murió de  hambre....  Y yo que pretendo  saber  lo mismo que  Miguel, cuando su mujer regresa.  ¡Ya empezaron!  Auque hoy  no me importa,  hoy no  acepto interferencias. Tengo el  derecho a pensar  en lo que quiera.”
…¡yegua desalmada!   ¡No tenés compasión!
“Así estoy yo: desalmada como Gisela.  Pero Miguel lo dice porque  ella  lo hace sufrir. Yo nunca hice sufrir a ninguno, creo.  Al menos, no adrede.  Las cosas siempre las hice del mejor modo. Y aún tengo compasión… ¿Se puede no tener el  alma y  sentir compasión?  Pero  me compadezco sólo de los animales y no sé si eso cuenta.  ¿Quién les dará de comer…?  Me dan lástima, pero ¿hasta adónde voy a llegar?  ¿Vivir  para  los perros de la plaza…?  No puedo más…”  
 ¡Decíme quién es el tipo!  ¡Decímelo!
 ¡No hay ningún tipo!  ¡No hay ningún tipo, Miguel!  
“…Como no puede más este tipo. ¡Dios mío!  Gisela no miente. Es que vos  no hacés la pregunta correcta, Miguel.  No hay ningún ‘Adán’, no hay ningún Adán…   ¡Ciego Miguel!  ¡Tan bravo y tan ciego!  Me pregunto qué hace la otra mientras escucha los golpes y el griterío. Hoy, yo paso.  Como me dijiste tantas veces: soy  “una vieja de mierda que tiene que ocuparse de sus cosas.” Y en eso estoy, Miguel, sólo que los gritos de ustedes me distraen.
Espero que el gatillo no falle.  Al menos ahora  debo hacer menos fuerza. ¡La cara que puso el  pibe de la armería cuando se la desarmé en la cara!  Ni se le cruzó por la cabeza que una vieja como yo supiera.
— ¿Usted cazaba?
—No, yo hacía otra cosa… —dije, y lo dejé con la intriga.
Aunque, en cierto modo, cacé bichos de dos patas. ¡Pucha que fueron muchos! La campeona podía elegir. La campeona tenía fuerza y fuego  para tirar para arriba en aquella época. Al que se le ponía a tiro, lo tumbaba. 
Es verdad, conmigo, los bichos siempre estuvieron a salvo…
Pero ya no me interesa salvar a nadie. Ni siquiera a los de al lado que van a terminar mal.  Tampoco me animaría a decírtelo, Miguel. Por miedo, igual que ellas.
Ante la duda, ahora, perdonan a los suicidas, pero en mi caso ¿qué van a salvar si no tengo el alma?  ¡Que se arreglen!  El reborde del caño me molesta. No puedo abrir tanto la boca.  Mejor me saco la dentadura”.

Piso 4    D 3
El escopetazo retumbó  como si alguien hubiese disparado  en la habitación.  Por el sobresalto, a Miguel se le escapó  de entre  las manos el cuello de Gisela;  a ella  el aire le entró solito y  la hizo toser. 
¡Gisela!  ¿Qué pasó? ¡Abrí! ¡Soy Eva, abríme!
 Gisela  alcanzó la puerta.  Miguel empezó a llorar.


Imagen tomada de la red

miércoles, 1 de junio de 2011

Perfecto




Una vez, él  preguntó muy serio de qué color sería la soledad por las noches.  
—Depende del color de la noche  —dijo ella, divertida—. La soledad no es la misma en las noches blancas que en las noches negras. Se rieron. La vida apenas los rozaba.

Inmediatamente después que pasó lo que pasó, a ella se le durmió la memoria. Atónita, como si abriera telones a cada paso, recorría la sala entre palabras de pésame. Al trancazo de la puerta, volteaba buscándolo entre la niebla de sus ojos.
Con el paso de los días, el recuerdo feroz se le cosió a las tripas. Llegaron el ahogo, los gritos.

Ahora, hay veladuras. De repente, la casa está limpia, la comida fría en el plato. Por las noches su memoria tiene insomnio. El techo del cuarto proyecta la misma película.  Los protagonistas: ellos dos jugando a lo siniestro. El mismo desenlace.  El médano recortado por la luz, la antigua casa en llamas al otro lado, humo gris en el cielo estrellado. Cada vez, una espada la traspasa. Si tan sólo hubiera cometido un mínimo error. La soledad es incandescente. No habrá más noches blancas.



jueves, 19 de mayo de 2011

En el geriátrico





Para no desconocerla, diré que su postura es entendible.  Absolutamente. Usted es el hijo -ve las cosas desde su óptica-, y no tiene la culpa. Nosotros tampoco, señor. Hemos hecho por su padre lo que ha estado a nuestro alcance. Pero hay un límite. ...Es inútil. Debe comprender que soy un empresario. Ésta es mi empresa. Brindo servicios, señor. Los mejores. Para eso he reunido un plantel altamente especializado. Y no voy a tolerar que por culpa de él todo se arruine,  ¿me entiende?  ...No me amenace, señor. Tengo las cosas en regla, y también un buen abogado.  No doy marcha atrás cuando tomo una decisión y ya la tomé. Quiero que se lleve a su padre  lo antes posible. Lo lamento, pero no existe alternativa. …No, no, tampoco admito que me suplique…, por favor. …Oiga, ¡basta! Escúcheme bien: los síntomas son inconfundibles. Tensión arterial por las nubes, palpitaciones, respiración agitada, cierta desconexión de la realidad, atención dispersa. ¡Ya no sabemos qué hacer con ellas! ¡Es la quinta enfermera que su padre enamora!


Este micro participa como finalista en el Concurso Minificciones en Cadena.imaginarteminificcionesencadena.blospot.com  cuya frase inicial 'Para no desconocerla diré' era obligatoria. Muchas gracias a todos los que lo votaron.
La imagen ha sido tomada de la red.



sábado, 7 de mayo de 2011

Los que regresan



 


Generalmente aparecen después que jinetes y monteros han llegado; sonrientes, fatigados ellos también por el trajín de la jornada. Camino al Gran Chalet suelen entretenerse un momento en los establos y mal les pese -a ellos y al cuidador-, siempre incomodan  algún caballo. Siguen entonces al cobertizo en donde los carniceros despostan  los jabalíes, pero no permanecen demasiado en el lugar  por eso de la sangre y de las vísceras. Prefieren recorrer  las perreras donde los agotados sabuesos descansan; uno siempre aúlla contagiando al resto y su montero debe dejar de limpiar las escopetas para imponer silencio. Allí nomás, en la larga hilera de armas dejan ellos las suyas, pequeñas carabinas un tanto viejas, y parten risueños hacia la casa. 
Entran presurosos a la cocina de la vieja Beth, quien malhumorada por el jolgorio los regaña sin dejar de vigilar a la nueva cocinera y a las mozas que preparan los manjares. Luego, desoyendo las eternas recomendaciones del ama de llaves,  corren hacia la galería vidriada en donde los huéspedes aguardan la cena. Mezclados entre sirvientes que acarrean bandejas con copas, hombres y mujeres ya acicalados relatan las anécdotas del día; reviven una y mil veces las persecuciones de los perros, la astucia de los cerdos, las emboscadas  en la espesura y los disparos. De tanto en tanto, los hermanos comparan lo que escuchan con lo que en realidad  vieron y ríen como locos. Divertidos, se quedan entre  la gente que recrea las hazañas hasta que el mayordomo invita a todos a sentarse a la mesa. Es cuando aparecen el anfitrión y su esposa, y el momento que a ellos menos les gusta. Qué sobrepuesta que está la Señora. Qué terrible accidente aquél día.  Qué desgracia con esos niños. Los comentarios siguen entristeciéndolos.  De lejos, miran a la pareja con la pesadumbre que da la nostalgia de besos y caricias. Se miran el uno al otro y ven lo que no quieren ver. Apenas advierten los ojos escrutadores de la madre buscándolos entre el vaho oloroso a  cigarro, sudor y perfumes, comprenden que es momento de irse. Y desaparecen. Hasta la próxima cacería.  




Imagen: La caza del jabalí, de Rubens, tomada de la red
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miércoles, 4 de mayo de 2011

Efecto secundario





Dando crédito a sus propios postulados, falleció a los ciento cuatro años el creador de la dieta de la longevidad. Venerado por unos, criticado por otros, el conocido naturista supo ganar el Health Award por su libro “Aliáceas para llegar a los cien”, en donde desarrolló los beneficios de una alimentación a base de ajos, cebollas y puerros.
Como la mayoría de sus seguidores, el autor ha muerto soltero.


Imagen tomada de la red

martes, 26 de abril de 2011

Sobreviviente




Así habló la anciana toba:

"De chica siempre fui algo díscola, y aquella noche, mientras el chamán cantaba la protección, no sé por qué exclamé fuerte lo que no se puede decir sin que algo espantoso suceda.

Se le pararon los pelos a los reunidos y, justo en ese momento, sentí  la sangre correr entre mis piernas. Impura por vez primera y desafiando a lo innombrable: doblemente grave lo mío.

Al otro día mataron a todos en Napalpí; yo ya había ido al monte, castigada. Me culpé por años."




Este micro de ficción alude a pautas culturales del pueblo toba y a hechos históricos que acaecieron el siglo pasado en Argentina. En 1924, en Napalpí, región del entonces Territorio Nacional del Chaco, una comunidad que trabajaba en el cultivo del algodón y en el cuidado del ganado fue masacrada por policías, hacendados y civiles blancos de la zona. Acusados de promover una 'sublevación' -en realidad, reclamaban por una quita injusta en su salario- fueron sorprendidos
mientras realizaban una ceremonia ritual que los protegería de las armas de fuego del blanco. Los sobrevivientes a los disparos fueron rematados a machetazos, incluidas mujeres y niños.


Foto tomada de la red

jueves, 14 de abril de 2011

Escritura nocturna






Sabes que no debes molestarla, que es mejor cantarle nanas. Aún así, de tanto en tanto una pulsión  aparece y  aunque intentas  no logras contenerte. En esas ocasiones,  en vez de decir: "Hola, ¿qué tal? ¿Así que eres  mi  Medusa?", te convences de  que alguien  usurpó  tu cabeza y que  lo oscuro y  tenebroso que has plasmado no te pertenece.
— ¿Ahí es donde aparezco yo?
—Exactamente, personaje. Exactamente.



Imagen tomada de la red

sábado, 9 de abril de 2011

Pueblo chico





En este lugar nos conocemos todos y eso, en cierto modo, facilita las cosas. De ahí que  no me importara declarar ante la fiscal del distrito (una muchacha preciosa): en la sala, ella era la única extraña. Durante la indagatoria imaginaba su vientre nacarado ondulando bajo mi peso; me cambió el ánimo... Estaba interesada en cuando fui monaguillo y  le dije que a mí el cura nunca me había tocado, que jamás había escuchado que le hubiera pasado a otros.  Lo mismo aseguraron Sper, el comisario inspector; Toño, el de la Marítima y el editor del ‘Pregón del mar,’ entre los de aquella época.
Más tarde, algunos de nosotros estábamos en “The Avengers” tomando unas copas cuando aparecieron  el abogado Ferroni y  la fiscal y  se sentaron a nuestra mesa (sentí que tocaba el cielo). Resultó que habían estudiado juntos y Ferroni y su mujer la hospedaban en su casa. El tema fue inevitable.  Después de lo de la mañana,  supusimos  que la investigación del crimen  iría al frío.  Ferroni coincidió con nosotros. Ella, con elegante discreción  sólo confirmó lo que decía el periódico: sin móvil claro ni sospechosos. Agregó que no estaban seguros de cuál fue el objeto punzante, dicho de un modo que me alteró la respiración.
Después, hablamos de otras cosas y la balanza se inclinó para mi lado. Es una muchacha sencilla. Nació en un pueblo como este, en la sierra; los estudios los pagó trabajando y, por ahora, está casada sólo con su trabajo. ¡Vaya suerte!
La invité a navegar y aceptó. En este momento de mi vida siento que puedo lograr lo que me proponga: sólo deseo hacer las cosas bien. Ferroni y su mujer nos acompañarán. Le mostraremos los mejores lugares de la bahía. Quiero que salga perfecto. Ya tengo casi todo listo abordo, sólo me falta reponer el pica-hielos para preparar los tragos. 


Imagen tomada de la red


viernes, 1 de abril de 2011

La siesta




 ¡Basta de vaguear! ¡Y esta vez, me hacés caso! Te acostás o te ponés a leer, a jugar, lo que quieras. Menos patear contra la pared de Betti ¿me oíste? Que después me la tengo que aguantar yo. ¡¿Está clarito, no?! 

Los gritos le arrebataron  la cara más que el calor de la una de la tarde. Piensa en sus amigos que lo esperan bajo los tamariscos de las vías del tren, y gimotea, y rezonga. Me aburro, repite mientras camina el patio de punta a punta refregándose las manos en el pantalón. Tigre con ganas de llorar. Se para en la hamaca de su hermana, el ruido de las cadenas le hace mal a los dientes; nadie las aceita hace tiempo. Salta, corre, trepa el olmo, se asoma a la casa de Luis. El encalado de las paredes lo encandila; tiembla el aire por encima de la huerta regada en la mañana. Las cortinas están corridas,  la puerta de la cocina, cerrada: duermen; hasta el perro bajo la pileta del lavadero. La bici de Luis no está. Frunce la cara: él también se va, no le importa nada. Presuroso, arrima su bici al portón y va por la llave. Le cuesta la penumbra de la cocina, pero no hay ninguna llave ahí. De puntitas llega a la pieza de su madre; ahí están ella y su hermanita en la cama grande, y el llavero sobre la mesita de luz. Las mira dormir unos instantes y, finalmente, cabizbajo, regresa  al patio, al sol a plomo en la tierra reseca y las baldosas amarillas. Mira por la ventanita de la entrada  hacia la calle: el pavimento hierve.  A lo largo del cordón, una línea brillante de brea le recuerda la cinta de la máquina de escribir de su padre. Le vienen a la cabeza los carretes saltando por el aire, su madre arrancándolos con furia y tirándolos a la basura. Pero los basureros no se los llevaron y la cinta flameó enredada en los yuyos hasta que hicieron el cordón cuneta.
Algo tiene que pasar, piensa y vigila la esquina. En el techo del garaje de enfrente aparece un gato: olfatea, levanta la cola y mea la pared; después, salta al pilar de la luz, baja, cruza sin apuro. Odia los gatos; elije una piedra del lugar en donde antes guardaban el auto. El cascote vuela por encima de la pared y rebota cerca del animal que se espanta.
Nadie en su calle ni en la esquina. Se sienta al lado del portón contra la pared de Betti y se abraza las piernas; la frente le humedece las rodillas. La cabeza le ha quedado al sol y  levanta las manos, juega con la luz hasta que le duelen los ojos. Desde el lado del puerto vienen nubes gordas: una es una tortuga, el caparazón como un globo blanco y la panza gris; pierde las patas rápidamente y se convierte en caracol. Escucha el chirriar de  una bicicleta. Cada vez  más cerca. Tal vez sea Luis que regresa a buscarlo. Se levanta de un salto y mira por la abertura, pero se movió demasiado rápido y se marea. La esquina se le va llenando de motas brillantes: por segundos oye como si tuviera la cabeza metida dentro de un balde. Aprieta los párpados, los abre: no es Luis, sino un viejo que no conoce, y lo putea. También ha visto al camión grande que viene.  El viejo pedalea lento, como cansado; le falta poco para terminar  de cruzar la bocacalle cuando el camión comienza a doblar con una maniobra amplia, como si el chofer hubiese estado distraído y reaccionara tarde. Él queda hipnotizado porque  adivina la trayectoria del acoplado, mientras  la bicicleta  desaparece de su vista.  Entonces, pasa: el acoplado se desplaza por donde segundos antes iba el ciclista,  las ruedas del costado suben y bajan el cordón de la esquina  y la carga cubierta con lonas que se bambolea.  Al crujido metálico  lo oye cuando el acoplado ha desaparecido también; después,  una frenada larga, demorada y un silencio que lo deja sin respiración hasta que empiezan los gritos. Corre a su pieza, se acurruca en la cama y se tapa los oídos. Respira rápido en la oscuridad -los ojos fijos-, recuerda a su padre, el único que decía que él no es un chico malo realmente.


Cuento finalista del III Certamen Nacional Ruinas Circulares 2010


lunes, 28 de marzo de 2011

Sólo una sensación





Asida al carrito -los nudillos blancos, el corazón encabritado, la boca seca-, ella se acerca con piernas de plomo a la caja rápida. No morirás ahora, repite como mantra.
A la salida, el acompañante terapéutico la felicitará. Hoy ha logrado realizar la mitad de la compra.


Mención - Febrero 2011- La Marina. Juez: Isai Moreno

lunes, 21 de marzo de 2011

Pequeños cocodrilos





                                                                                                   Para Ober, in memorian
                                                                            
Un gatito maullaba lastimosamente en el patio trasero entre la casa y el arroyo. Como el maullido parecía provenir debajo tierra,  pensamos que estaría atascado en algún lugar y lo empezamos a buscar. Desarmamos una pila de leña; movimos las chapas para contención en las crecidas; nos asomamos al viejo pozo seco; recorrimos la franja entre los tamariscos de la orilla y los álamos donde el pasto estaba alto. Nada. El gato no estaba en ningún lado. Para ese entonces había llegado la madre: la Nena, como la llamábamos. Estaba flaquísima –tantos hijos la iban consumiendo poco a poco- , le colgaban las mamas, y como había comido en abundancia  -lo hacía cada vez que íbamos- , parecía preñada otra vez.  La gata escuchaba el maullido ya que orientaba las orejas en el preciso momento, pero no se mostraba inquieta, al menos nos daba esa impresión. “Buscá al gatito, che”, ordenaste cariñosamente, pero La Nena siguió lavándose y relamiéndose satisfecha por el hígado de vaca que le habíamos dado un rato antes.
A pesar de su tranquilidad,  a mí se me estrujaba el corazón. No tendríamos mucho tiempo más para buscarlo porque pronto se ocultaría el sol y deberíamos regresar a la ciudad.
“Me voy a meter en el arroyo antes de que se vaya la luz,”dijiste. “Tal vez esté atorado en alguna rama o pozo que no podemos ver desde acá”.Y fuiste hasta el muelle de madera, te sacaste zapatos y medias, arremangaste los pantalones a la rodilla y bajaste a inspeccionar la orilla desde el agua. Por arriba, entre tamariscos y álamos, yo te seguía con la esperanza de ver salir al gato desde esa espesura de troncos y ramas, para reunirse con los otros cuatro, el resto de la camada, que estaban escondidos bajo el nicho de la bomba de agua. Ya habíamos empezado a traerles leche con pan, pero ellos, ariscos, no comían sino hasta que nos íbamos. A mí me gustaba verlos  todos juntos, apretados como la gran bola de pelos que eran, y con la madre cerca; creía  que si los dejaba así al irme, nada les pasaría. Para eso trazaba  un círculo imaginario alrededor de ellos,  la línea mágica que los protegería durante mi ausencia. Aunque por entonces  probablemente yo desconocía el significado de la palabra, se trataba de una cábala, o una especie de conjuro de protección para los gatitos, pero sobre todo, creo, era un reaseguro de tranquilidad para mí, ya que  si alguna vez, en la noche, pensaba en ellos, recordaría que había hecho lo que debía y ellos estarían a salvo. Por eso, aquella tarde, la ausencia de uno de los gatitos desbarataba mi mundo.
— ¿Lo ves? —preguntaba ansiosa. Hacía ya un buen rato que el gato no maullaba. Tus respuestas –los no-  resonaban entre las márgenes del arroyo como resonaban  los crujidos de las ramas y yo estaba cada vez más angustiada. Vos ibas por la izquierda del cauce, -la menos profunda, pero de borde más elevado- y a mí  me resultaba imposible verte por la vegetación; por eso sólo escuché dos suaves chapuzones, como si hubiesen caído dos piedras en la profundidad, y a continuación tus gritos.
— ¡Mi Dios! ¡¿Qué es esto?!   —sonabas alarmado. 
— ¿Qué pasa? ¿Lo viste? —pregunté convencida de algo malo que le había pasado al gato
—¡Esperá! ¡Esperá! —gritabas vos,  y yo escuchaba como si estuvieras revolviendo el agua con una rama.
—¿Qué pasó? Más de una vez lo pregunté mientras corría hacia el muelle y vos regresabas chapoteando rápidamente por el lecho arenoso. Traías esa expresión entre risueña y azorada que con los años te volví a ver en especiales ocasiones.
— ¡No te imaginás lo que vi! ¡Acá pasa algo raro! —.Te reías.
— ¿Qué? ¿Qué había? —repetí yo.
— ¡Dos cocodrilos chiquitos! —tus manos grandes separadas unos veinte centímetros— ¡Así de largos!
— ¡Ja! ¡Estás loco!  Solté la risa.
— ¡Te lo juro! —te pusiste serio y me miraste fijamente— ¡Por lo que más quieras!
— ¿Me estás haciendo un chiste, no? ¿Cómo va a haber cocodrilos acá? ¡Andá a saber qué viste…!
— ¡Eran cocodrilos! ¡Creéme!
— ¿De ese tamaño?
—Deben ser crías…, o podría tratarse de una especie desconocida…
—¿Y adónde estaban? ¿Qué hacían?
—En la arena, sobre esta orilla.  Cuando me vieron –deben haberme visto- se lanzaron al agua y desaparecieron. Rapidísimos ¿No oíste el ruido? —resultaban tan convincentes tus palabras.
—¿No serían lagartijas? —yo me resistía.
— ¿Desde cuando las lagartijas tienen la boca alargada  como una espátula y con muchos dientes afilados? ¿Alguna vez viste lagartijas así? ¿Con un enorme ojo amarillo en cada lado? —me increpabas como enojado—. Además, las lagartijas son verdes y éstos eran moteados: la panza blanca y el dorso oscuro y moteado hasta la cola. Una cola gruesa, no delgada como un piolín.
No supe qué decir, pero entre creer y no creer que hubiera  cocodrilos al sur de la provincia de Buenos Aires –y en la quinta y en un arroyito como el Napostá-, me dio por preguntar ciertamente compungida:
—¿Vos creés que se comieron al gatito? Yo todavía no había cumplido doce, y si bien hacía rato me tratabas como adulta, mi pregunta debió poner las cosas en perspectiva, porque se te enterneció la cara y me abrazaste.
—¡Ah, no! ¡Eso no es posible! —hablabas con seguridad— ¡Son demasiado chiquitos para comerse un gato!  Al menos por ahora…
Supongo que la firmeza de tus palabras debió tranquilarme, y entonces seguí interrogándote acerca de los nuevos habitantes  del arroyo.
¿Los viste caminar?  ¿Eran rápidos? ¿Y los ojos? ¿De dónde habrán salido? ¿Habría una madre grande dando vueltas por allí? ¿Cómo habría llegado? ¿El quintero Nicolás habrá visto algo? ¿Nunca te dijo nada? ¿Le habrá comido alguna oveja a Federico?
Algunas  preguntas, a tu modo, las respondiste  mientras guardábamos las herramientas y cerrábamos la casa;  otras, durante el viaje de regreso.  Porque cuando el sol ya se había puesto y con la última luz  nos subíamos al jeep, vimos  a la gata  trepar al olmo  hasta la bifurcación del tronco y  llamar al gatito.  Él respondió desde  una de las ramas más altas, donde aún llegaba el reflejo rojizo del atardecer, y comenzó a descender. 






  

lunes, 14 de marzo de 2011

El indeciso


Su mujer siempre le decía que por pensar demasiado las cosas, la mayoría de las veces, él tomaba decisiones equivocadas. Lo recordó cuando al cumplir la última voluntad de su esposa –tras mucho cavilar- finalmente arrojó sus cenizas en aquella playa alejada, y vio llegar la pala mecánica y el camión arenero.



lunes, 7 de marzo de 2011

Miradas..., otra vez.

Es que esta minificción  fue declarada recientemente como una de las ganadoras de la convocatoria del mes de noviembre de La Marina de Ficticia.com  por la jurado Marisol Nava Hernández y cuyo tema era el matrimonio. Allí mismo, Fauna nocturna recibió una mención.
Espero que la disfruten.


MIRADAS

Tras cuarenta años de felices acuerdos, ambos presumen de entenderse sin palabras.
Casados por trámite civil, en su momento prefirieron comprar la cama grande a los anillos; después, se olvidaron. O casi, porque ahora ella mira su mano un tanto artrítica y piensa que le gustaría lucir un aro de oro junto al cintillo heredado de su madre. Entonces la extiende y  pregunta sonriendo a su marido:
—¿No crees que ya es hora? —Mueve el dedo anular con cierta dificultad—. ¿No te gustaría a vos también? —agrega entrelazándole los dedos.  Él observa las manos de los dos, la mira a los ojos intensamente y asiente.
Al otro día, irá contento a reservar la excursión para las aguas termales.


Fotografía tomada del sitio fuenlabrada,foroactivo.com


domingo, 27 de febrero de 2011

Entretenerse



Temprano, el Duque avisó que había autorización y quién sería el candidato. Eso levantó un poco el ánimo. De tanto en tanto venía bien un poco de acción, si no las guardias se hacían muy largas. No hizo falta coordinar las tareas.
Después de cenar cuando se juntaron en el predio,  el encapuchado ya estaba de espaldas contra el paredón. En calzoncillo y camiseta, así se veía mejor. Con un tono acorde a las circunstancias, el Gaucho le informó que debido a una disposición interna debían  mantenerle la venda sobre los ojos, aunque si él quería podían desatarle las manos.  El tipo, temblando, estuvo de acuerdo.
Jiménez dio las órdenes y los otros prepararon, apuntaron y dispararon al unísono un proyectil cada uno. El condenado se sacudió al tiempo que llevaba los puños al pecho y caía de costado.  
A algunos, las carcajadas los doblaron en dos al verlo boquear y patalear todavía, en el piso. No fallaba: cómo se la creían, cuando en realidad las balas se clavaban en la pared, a un metro por encima de la cabeza.
El que había levantado las apuestas fue el encargado de corroborar si el prisionero se había cagado encima.  Lo inspeccionó, lo pateó, lo auscultó.
¡No ganó nadie! —gritó— ¡Que se muera no vale! ¿Qué hacemos? ¿Tenemos tiempo para otro o dejamos la guita en el pozo?


Imagen extraída de la red

domingo, 20 de febrero de 2011

El llamador de vientos





 Juega con la valva como si fuera una moneda. Es una de esas chata, lisa y dura de color gris nacarado.  Le hizo un agujero perfecto cerca de la charnela, en el punto que no resiste el golpe de clavo y martillo; así podrá engarzarla junto a las otras.
La valva se desliza lentamente  hacia delante y atrás  por el dorso de sus dedos y ella se asombra por conservar, todavía, la flexibilidad.  No sabe por qué se ha puesto a jugar precisamente en aquel momento.  Será porque  no ha hecho un llamador en mucho tiempo y necesita el prólogo: una aproximación a los elementos, al diseño.
El lugar donde lo colgará es muy ventoso: sonará día y noche. Extraña esa música.
Recuerda la vez que su madre le enseñó a hacer un nuevo cordel.
“Hagamos una trenza con dos hilos”.
“No es posible. Las trenzas se hacen con tres, se va a desarmar” 
No sólo existía una trenza de dos hilos, sino que no se desarmaba. Un cordel prieto, retorcido, ideal para las tapas pesadas, cóncavas y rugosas de las ostras.  Siete  trenzas largas  para cinco líneas de valvas, hicieron. Una escultura de sonido grave y movimiento aletargado.
El que tiene en mente ahora es uno pequeño, liviano. Valvas silíceas redondas, como la que tiene en la mano. De las que tintinean como campanitas y abundan en esa playa. Hilos: sólo tres, simples. Que dure lo que dure. Las trenzas de dos hebras se hacen de a dos, igual que los llamadores grandes.

Imagen tomada de la red



sábado, 12 de febrero de 2011

Consuelo


 Durante el tratamiento me ocurrió todo lo que estaba previsto y aún más, porque nadie habló de sueños recurrentes.
Volaba altísimo sobre el mar, con los brazos abiertos, la ropa flameando como superhéroe. Cuando sobrevenía el terrible cansancio del vuelo, soñaba que era pájaro y seguía volando. Pero éste era uno con alas ajadas, al límite de sus fuerzas también, que  pronto buscaba inútilmente adónde posarse. Así, navegante agotado y ave maltrecha emprendían vertiginosa caída. Entonces, antes del desastre, yo siempre despertaba exhausto pero agradecido en la cama del hospital.
Cuando me empezó a crecer el cabello nuevamente parecía plumón, y por un tiempo me preocupé.

sábado, 5 de febrero de 2011

Los cuadros


Carlos me recibe en su taller; quiere que vea sus últimas pinturas antes de embalarlas para una muestra en el extranjero. Miramos, comento, me explica  y, de pronto, dice que tiene una tela de Felicia que no he visto. Felicia es amiga de él -también pintora y escultora-, un tanto excéntrica en mi opinión.
Sigo a mi amigo hasta su casa a continuación del taller y a la habitación de su hija Sara, la dueña del cuadro; Felicia se lo regaló porque la adolescente quedó impactada al verlo. Y no es para menos: la obra es dramática, técnica mixta en acrílico y madera, fondo negro. En el tercio superior, desde un lado una línea roja ondeante cruza y se vuelve plana al llegar al otro; en el tercio inferior: la mujer acostada, la cabeza a la izquierda, mira al observador con ojos desmesurados, un brazo extendido, la mano abierta como pidiendo ayuda. Está hecha con láminas de madera pintadas adheridas a la tela y sobresale en primer plano. El conjunto es brutal: yo no lo colgaría en mi cuarto como ha hecho Sara. Me deprimiría si cada día al despertar viera esa mirada pavorosa, comento y él menea la cabeza con resignada aprobación.
Es Felicia—dice—. Después que salió de terapia intensiva ha estado pintando su propia muerte. Yo recuerdo que pasó más de un año desde entonces, pero lo que Carlos manifiesta le da un cabal sentido a mi apreciación. Es el espanto y la sorpresa del que no quiere morir ante la inminencia del hecho, lo que ha puesto en esos ojos. Sobrecogedor.
Éste es el primero de una serie —añade—. Todos similares, la misma temática desesperada. Felicia los está regalando a gente muy joven, empezó con el que le dio a Sara.
Lástima no ser tan joven, ¿no será lo mismo que una se sienta así? —lo interrumpo jocosamente.
No creo —sonríe apenas—. Y esto tiene algo siniestro, sospecho —habla exaltado—. Porque con esta dádiva cree estar consiguiendo una suerte de salvaguarda: mientras conserven o cuiden su obra o algo más que no sé exactamente qué es, ella estará bien.
Pienso en una suerte de vampirismo, pero desconfío de esta loca asociación y no digo nada.
Está obsesionada —sigue—. Pinta a un ritmo desenfrenado y cada obra es como un fetiche; en esa calidad la entrega: fetiches y talismanes a la vez. Temo que está dañando a los chicos. Es como si hiciera un pacto con cada uno, endilgándoles la responsabilidad por su salud, su bienestar. Sara no contó nada, pero he escuchado cuando hablan. Felicia la llama con frecuencia. Realmente no la entiendo —se pasa los dedos nerviosamente por el pelo.
A mí no me extraña, ella siempre supo manipular a los demás; ahora,  ha de haberse vuelto loca. Me reservo mi opinión porque Carlos no merece mi sarcasmo ni mi juicio apresurado; en cambio, digo que probablemente esté exagerando, que tal vez a Felicia esta etapa generosa le haga bien. ¿Qué puede estar obteniendo de los chicos más que apoyo o halagos? Si eso le ayuda, todo está en su cabeza.
Ojalá fuera como decís —habla sin convencimiento—. Vos viste este único cuadro. Yo vi los otros que tienen las amigas de Sara. Vinieron a dormir y cada una trajo su obra, no sé para qué porque no dieron ninguna explicación, pero te juro que no hay nada bueno en esos cuadros. Esa noche les eché un vistazo mientras ellas cenaban y me agarró un dolor de cabeza atroz: te lastiman, creéme —me mira fijamente como esperando una explicación que no puedo darle, y recién entonces me doy cuenta de cuál ha sido la verdadera razón por la que me invitó. Es un momento perturbador. Ante mi silencio, da por terminada  la charla y vuelve a colocar la obra en el estante donde estaba. Pero cuando ya casi hemos salido del cuarto, la pintura cae al piso. Nos sorprende.
Uy, no le digas a Sara —pide. La tela ha quedado dada vuelta y mi temor es que la figura se haya desprendido. Pero no. Carlos suspira aliviado también y la regresa a su lugar con sumo cuidado. Te lo ruego, por favor —reitera—. Sara se lo ha tomado muy en serio. Demasiado. Ni siquiera menciones que la viste. Su tono  me hace sentir más incómoda aún. Le aseguro que no lo haré y para disolver esa tensión, pregunto si la obra tiene un título.  Por supuesto. Y uno muy obvio —dice con fastidio—. Adiviná. 
Está alterado por la situación, lo tortura la idea de que Felicia pueda estar usando a Sara de un modo que no alcanza a entender; a pesar de que su agresividad hiere, lo comprendo. Preferiría irme, pero no puedo rechazar el café que me ofrece inmediatamente, como una disculpa.
Carlos termina de servir los pocillos cuando se nos une Erica, su segunda esposa, la madre de Sara. Se anima la charla; poco a poco me voy relajando, al igual que Carlos; hablamos de la muestra por la que viajarán a México, de filmes que debemos ver, de libros. Hasta que Erica contesta su celular. Es Sara que grita, tanto, que Carlos y yo la escuchamos claramente. Felicia acaba de morir.  Estaba en su taller pintando y se desplomó. No pudieron ayudarla. Una amiga de Sara estaba con ella: fue quien le avisó. Llora y pide que la vayan a buscar. Los tres nos hemos levantado conmocionados. Erica sigue intentando calmarla. Carlos toma rápidamente las llaves del auto; no me mira a los ojos, ni siquiera cuando nos despedimos apresuradamente en la calle. Los veo irse. Permanezco un rato sentada en mi auto, me pregunto si Carlos estará pensando lo mismo que yo.



jueves, 6 de enero de 2011

Elegía de las islas

Días de ocio en una eternidad  de no hacer demasiado. A cadencia de remos, velas arriadas, surcas mi archipiélago de penas. No me ves y te observo: rondas cauteloso, te arriesgas dentro de mis aguas; tal vez te atrajo mi olor, pero no has oído mi canto. Patrón absoluto de tu barco, rezumas  talento natural para el ritual que a mí me pierde;  presiento de sólo mirarte poder amar para siempre.
En la orilla donde habita la razón, allá lejos, el humo azul me advierte, sin embargo: éste es sólo  tiempo de festejos y vas a lastimarme. Pero estoy en otra orilla, aún hay rescoldos mi corazón, y la adivinación puede estar equivocada. Por eso cometo el desatino, reniego de mis promesas y, egoísta, oculto lo que te alejaría. Cuando el viento cálido levanta, desenredo las algas de mi pelo, del agua emerjo transformada. Con muslos vertiginosos, soy toda mujer ofrendada a tus ganas y estás tan obnubilado que no ves el rastro de escamas en la playa, el juego del cortejo como trampa.
Así, sucumbimos interés y deseo, la pasión recorriendo geografía de islas y de cuerpos. Frenesí contra frenesí dices quererme  y como en las tempestades navegamos a la capa  durante el largo tiempo en el que crece mi esperanza. Para ser la mujer del resto de tus días debes pedirme, sincero,  partir contigo y se  cumplirá mi anhelo: ser amada para  permanecer dichosamente humana.  
Hablas de irte, -ha llegado otra vez la hora de blandir espadas y tus hombres te reclaman-, pero no pronuncias las palabras, sólo prometes algún día regresar a buscarme. 
Profunda herida con lamento silencioso restañada. El mar diluye mi llanto más salado, el presagio del humo fue certero; yo la equivocada. No eres quien me alejará de las islas, sino otro condenado.
Te despido y partes. La culpa quema mis entrañas mientras miro la niebla segadora que te alcanza. Pronto vuelvo a ser quien era y mi cauda me sumerge en lo profundo, donde  duele el gesto azorado de tu cara, la certidumbre de saber qué hice.  Triste paisaje te acompaña, barcos naufragados, túmulos de mis amantes. Y retorno  a mi ocio de ninfa, mientras otro cuerpo en el abismo se deshila.

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