Generalmente aparecen después que jinetes y monteros han llegado; sonrientes, fatigados ellos también por el trajín de la jornada. Camino al Gran Chalet suelen entretenerse un momento en los establos y mal les pese -a ellos y al cuidador-, siempre incomodan algún caballo. Siguen entonces al cobertizo en donde los carniceros despostan los jabalíes, pero no permanecen demasiado en el lugar por eso de la sangre y de las vísceras. Prefieren recorrer las perreras donde los agotados sabuesos descansan; uno siempre aúlla contagiando al resto y su montero debe dejar de limpiar las escopetas para imponer silencio. Allí nomás, en la larga hilera de armas dejan ellos las suyas, pequeñas carabinas un tanto viejas, y parten risueños hacia la casa.
Entran presurosos a la cocina de la vieja Beth, quien malhumorada por el jolgorio los regaña sin dejar de vigilar a la nueva cocinera y a las mozas que preparan los manjares. Luego, desoyendo las eternas recomendaciones del ama de llaves, corren hacia la galería vidriada en donde los huéspedes aguardan la cena. Mezclados entre sirvientes que acarrean bandejas con copas, hombres y mujeres ya acicalados relatan las anécdotas del día; reviven una y mil veces las persecuciones de los perros, la astucia de los cerdos, las emboscadas en la espesura y los disparos. De tanto en tanto, los hermanos comparan lo que escuchan con lo que en realidad vieron y ríen como locos. Divertidos, se quedan entre la gente que recrea las hazañas hasta que el mayordomo invita a todos a sentarse a la mesa. Es cuando aparecen el anfitrión y su esposa, y el momento que a ellos menos les gusta. Qué sobrepuesta que está la Señora. Qué terrible accidente aquél día. Qué desgracia con esos niños. Los comentarios siguen entristeciéndolos. De lejos, miran a la pareja con la pesadumbre que da la nostalgia de besos y caricias. Se miran el uno al otro y ven lo que no quieren ver. Apenas advierten los ojos escrutadores de la madre buscándolos entre el vaho oloroso a cigarro, sudor y perfumes, comprenden que es momento de irse. Y desaparecen. Hasta la próxima cacería. Imagen: La caza del jabalí, de Rubens, tomada de la red.
P E R F E C T O!!!
ResponderEliminarDebiera memorizarlo, como una oración.
Chapó, Moni.
¡Ay,qué cosa tan triste y tan hermosa a un tiempo! A mí es que lo de los niños me puede. Te salió redondo.
ResponderEliminarBesos carnales.
Patricia, Lola, muchas gracias por sus palabras. Saben?, tenía un esbozo del comienzo desde hacía varios años: los dos muchachos que llegaban a destiempo. No supe hasta hace poco quienes eran. Las cosas de la escritura.
ResponderEliminarLola, a mí también me pareció muy triste.
Abrazos a las dos.
Tan magistral como siempre, cada vez me gusta más lo que escribes.
ResponderEliminarPiel de gallina, mirá! Excelente Mónica. Me gustó muchísimo, con todo y tristeza.
ResponderEliminarBesos,
Ay, Rubén, muchas gracias. Espero poder cumplir las expectativas de aquí en más.
ResponderEliminarClaudia, yo me deprimí un poco mientras lo escribía, pero me gusta cómo quedó. Gracias por tus palabras.
Abrazos a los dos.
Excelente, no sé, no me salen más palabras, todavía disfruto del cuento, mil disculpas por no exlpayarme más.
ResponderEliminarJ&R
Por favor,J&R, son innecesarias las disculpas.Yo feliz y agradecida de que hayas leído y dejado tu impresión. Un abrazo fuerte.
ResponderEliminarIncreíble... Eso, voy llegando al final y no puedo creerlo, me resisto a ello, y me quedo esperando a la próxima caería para comprobar que no es cierto.
ResponderEliminarSe le llama "la negación", la he vivido. Qué buena historia, Mónica. Felicidades :-)
Muchas gracias por llegarte hasta aquí, José Luis, y dejarme tus palabras. Seguiré visitándote.
ResponderEliminarUn abrazo.
Qué bien escrito, Mónica, y qué magnífica recreación del ambiente para una historia triste, como señalan los anteriores comentaristas.
ResponderEliminarUna alegría me causan tus palabras, Elisa. Muchas gracias por leer esta historia.
ResponderEliminarAbrazo fuerte.