A la salida del Mercado Municipal, una fuerte ráfaga ascendente le arrebata el sombrero al señor Panoszko. El Panamá, hecho a medida, vuela como un frisbee por encima de los árboles de la plazoleta hasta que otra ráfaga lo baja en picada sobre la rampa del estacionamiento subterráneo. Con sus casi setenta y tres, el señor Panoszko hace gala de un buen estado físico, aunque no para correr y menos con una bolsa de compra en cada mano. Por eso maldice a la ciudad ventosa adonde emigró cincuenta años antes, mientras apura el rescate. Apenas llega a la mitad del puente peatonal, cuando observa con desilusión que el sombrero se prepara para volar otra vez; efectivamente, a los pocos segundos, carretea raudo por la vereda rumbo a la esquina. Allí el viento arma su última jugarreta: lo remonta como a barrilete, lo hace doblar y lo deposita sobre la pila de colchones de una camioneta que espera el semáforo. De esto último el señor Panoszko no se entera porque cuando llega, la camioneta se ha marchado y también los testigos.
—En esta ciudad se puede usar gorra, pero no sombrero —se lamentará después en la cola del colectivo cuando el sol se ensañe con su calva.
El sombrero aparecido en el jardín está algo sucio en el ala. Nada que un trapo humedecido en agua y unas gotas de vinagre no pueda quitar —observa María. Es nuevo —aspira un leve perfume masculino. Se lo prueba: le queda ajustado. A simple vista le ha parecido casi de niño; sólo que los niños no usan ese tipo de sombreros. Cabeza pequeña —suspira. Al escucharse la memoria se despereza. La escuela, allá, en Lubiszc, cuando Lubiszc era parte de Polonia. En realidad, un grupo de niños y niñas -ella misma- gritando: ¡Cabeza pequeña! y junto a esa imagen se le cruza una idea tan loca que lanza una carcajada. De algunas de aquellas caras retiene los nombres; de otros, no. Entre ellos, el del chico al que molestaban por el tamaño de su cabeza. Parecía un papín —sonríe. Vuelve a examinar el sombrero, esta vez con los lentes para leer. Además de la etiqueta del fabricante, ha visto otra con letras bordadas: E.P. Las iniciales del dueño, deduce, e intenta pensar en apellidos que empiecen con pe. Lo tiene en la punta de la lengua, pero no. De todos modos, sería una locura —reflexiona—. Cuántas probabilidades hay de que aquél chico y el dueño del sombrero sean el mismo.
Dos días después, el apellido irrumpe mientras escribe pan en la lista de la compra. Se entusiasma, más cuando en la guía telefónica encuentra al Panoszko, llamado Enrique. Se siente en la gloria hasta que se percata de que para devolver el sombrero, debe primero resolver algo muy importante. No puede abordar al hombre con la historia de la cabeza pequeña. Y piensa.
Nota para los amigos y lectores que gusten dejar su comentario:
Por algún problema que desconozco, me resulta imposible comentar en mi propio blog, así como también en otros blogs que presentan este tipo de diseño en los comentarios. Espero que se solucione pronto. Muchos saludos a todos.
Imagen tomada de la red
Hermoso cuento, Mónica. Seguramente volveré.
ResponderEliminarMónica, me ha gustado mucho, aunque creo que se corta rápido. Creo que da para un cuento mucho más largo, esos recuerdos de infancia de María y el encuentro entre los dos... Me encantaría seguir leyendo. Un abrazo.
ResponderEliminarExcelente narración, me gusta que la hayas escrito en presente, la engalana.
ResponderEliminarJ&R
Precioso cuento, Moni. Me gustan su suave elegancia y su ausencia de golpes bajos. Esperaba que de algún modo llegara el zarpazo que no vino. Se agradece.
ResponderEliminarUn abrazo
Muy bueno. El mundo es más chico de lo que uno imagina.
ResponderEliminarSaludos.
Arturo.