viernes, 10 de septiembre de 2010

LA ESFERA


Descalzo, se para con las piernas abiertas en la habitación en penumbras; estira la nuca, flexiona las rodillas y repliega el vientre. Permanece así, con los brazos sin tensión a los costados, el aire entrando y saliendo imperceptiblemente por la nariz, la vista fija en la pared blanca. Después de unos segundos corrige la postura y ya cómodo, cierra los ojos.

Escudriñando en la oscuridad, observa un punto brillante acercándose despacio; viene desde lejos, desde la profundidad que su mente ha creado. Al detenerse, el punto ya no es punto, sino una pequeña bola resplandeciente. Moviéndose apenas, rodea con las manos la esfera imaginaria: siente calor en las palmas. Poco a poco, la esfera aumenta su tamaño y él extiende manos y brazos y el calor le llega a todo el cuerpo. Cuando la esfera es tan grande como él, y aún más, la eleva por encima de la cabeza y la sostiene en lo alto, liviana. Después, como si vistiese una túnica se desliza dentro de ella, en busca de la serenidad. Allí, en esa esfera imaginaria, siente la placidez de cuando se disfruta de una alegría secreta, allí su cuerpo paladea la certeza de estar en consonancia con el universo.

Esta vez al entrar, curiosamente, por primera vez la intensidad de la luz le ha parecido distinta, apenas un destello instantáneo en la penumbra de sus párpados cerrados, y sin saber por qué piensa en la esfera como algo orgánico. Sonríe. Le agrada la idea de que la persistencia en la práctica incremente su percepción, precisamente para eso sirve el ejercicio que perfecciona desde hace tanto tiempo.

Sin abrir los ojos inicia con sus manos el recorrido interior, palpa la concavidad con movimientos largos y tranquilos. Su cuerpo, sinuoso mimbre, se despliega, se estira de un lado a otro. Es entonces cuando sus pulpejos detectan leves, mínimas rugosidades que nunca antes ha notado. Está seguro de lo que siente, por eso, la novedad altera su ritmo. Leve distracción, pero, el ejercicio no se interrumpe. Más que nunca hoy, ahora, se le han disparado los pensamientos y las sensaciones. Se pregunta si acaso sus sentidos están desbocados. Una oscuridad muy negra lo envuelve durante segundos, luego se aclara. Sin completar un giro eleva apenas las rodillas e, insólitamente, y sin querer, se imagina flotando; incluso, un suave tirón en la cintura –como si hubiese un tope- le da la sensación de rebotar con un vaivén lento. Jamás lo ha experimentado antes y se excita, un cosquilleo tibio recorriéndole la espina dorsal, el estómago y el bajo vientre.

No tiene dudas, ahora, de que ha llegado a un nivel superior de su disciplina, una evolución que le permite otro conocimiento de la esfera sin que su voluntad intervenga. Se siente satisfecho y turbado al mismo tiempo, aunque también con cierto resquemor, pero no el suficiente como para detenerse. Sería insensato, imperdonable, desaprovechar la aventura interior que está viviendo, cerrar esa puerta que persistentemente ha buscado abrir todos estos años.

Da media vuelta y otra vez un relámpago atraviesa sus párpados. Estirándose con placer, como un gato, extiende brazos y manos hacia la luz fugaz. Percibe a través de las puntas de sus dedos una extensión alisada, tan pulida como tibia y húmeda. La impresión casi le hace mirar, pero controla el impulso -si abre los ojos, el ejercicio se termina-, aún así, la excitación lo deja vibrando, como electrizado. La intuición lo guía, le indica la secuencia de movimientos azarosos: encoge las rodillas, se deja caer y desliza los dedos por la parte inferior de la esfera: sus rodillas palanquean en un arco amplio. Palpa más rugosidades. Sonríe al recordar que de esto se trata: polaridades, los opuestos complementarios. Su mente se embebe del conocimiento de la esfera y agradece haber llegado a este punto, donde desde su interior surgen las certezas, las pautas.

De repente se siente abrumado, cansado. La intensidad inusual de la práctica lo afecta, sin dudas, y debe concluirla, ya que esta solo. No hay nadie para guiarlo.

Disfrutando aún de la sensación de ingravidez, de liviandad en su cuerpo, de la plenitud que lo entibia por dentro, de un orgullo creciente, comienza a invertir la secuencia del comienzo. Para liberarse, imagina sus manos rozando la fina tela interior de la esfera. Toma el aire despacio y espera unos segundos para exhalarlo, buscando normalizar su respiración. Se siente radiante, como embriagado, y perdura la sensación de flotar. Lo intenta nuevamente, limpia su mente de imágenes, se concentra en desandar el camino: extiende ambas manos para liberarse de la esfera, para empequeñecerla y transformarla otra vez en una bola brillante pero, una mano toca la superficie rugosa. Es tan real la sensación que se marea. La desorientación instala el temor de no controlar el ejercicio. Quiere terminar ya porque está agotado, le falta el aire. Abre los ojos. En realidad le ha parecido, pero no, porque aún percibe la esfera en penumbras. Permanece inmóvil intentando controlar la respiración y sus pensamientos. Para eso sirve la práctica, piensa aunque su corazón lata acelerado. Entonces, abre los ojos. Una estructura viscosa y curva le provoca una náusea profunda. Las paredes blancas, el piso entablonado han desaparecido. Tambalea, no tiene conciencia de soporte bajo sus pies. Con el corazón en estampida gira hacia la luz, hacia un ventanal redondo y convexo. Su razón desborda. Alucina, tiene que estar alucinando, algo ha de haberle sucedido porque está alucinando, pero al mismo tiempo sabe que si así fuera no tendría ese pensamiento. Por segundos regresa la oscuridad y él desea con todas sus fuerzas que las percepciones se acaben. Siente un tirón en la cintura al regresar la claridad. ¡Sigue en aquella repulsiva habitación! Una opresión le ahoga el grito. Su corazón palpita al ritmo de la pared circular. Desfallece. Con desesperación, pesadamente, se desplaza sobre la superficie viscosa para encontrar el vano de una puerta pero sólo renueva la náusea. Golpea contra la ventana. El vidrio –un vidrio húmedo- le impresiona mucho más grueso y sujeto con riendas viscosas firmemente adosadas. Distingue a través del mismo un ancho borde circular, al otro lado, como un moteado que circunda un halo, una abertura luminosa. Martilla su mente la certeza de conocer la estructura, pero la desesperación le impide recordarlo.

De improviso, el receptáculo viscoso se sacude, la habitación palpitante se agranda. El aire se ha tornado liviano, pegajoso, como si se adhiriera a las membranas de su nariz y allí permaneciera, sin entrar a sus pulmones. Apenas logra moverse cuando otro tirón lo desplaza violentamente hacia un costado. Con pavor palpa en su cintura una excrecencia, un cordón de su propia carne que lo une al techo curvo. En ese momento un haz de luz -relámpago vertiginoso- ilumina la habitación; en medio de un temblor, el círculo, al otro lado del cristal, se cierra y abre como un diafragma. Entonces, en un último instante de lucidez, su cerebro recuerda. Da un alarido y su boca se llena de líquido espeso. Boquea, se ahoga. Se retuerce. Se pliega. Se deshila. Intenta golpear contra el vidrio, pero ya no tiene brazos ni piernas sino colgajos sin forma; pronto, tampoco torso ni cabeza, solamente la conciencia de ser sólo un resto de tejido insignificante flotando en el humor vítreo: lo que vulgarmente se conoce como mosca.

3 comentarios:

  1. Acabo de llegar a tu blog desde el de Gabriel Bevilaqua y...qué buen final de historia, jajaja!

    Supongo que era tu intención, pero casi desde el principio me dio la impresión de que era una vuelta al útero, y lo de la mosca me ha sorprendido totalmente :D

    Un saludo, Mónica.

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  2. Bienvenido Metalsaurio, me alegra haberte sorprendido. Muchas gracias por tus palabras.
    Visitaré tu lugar. Saludos!

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  3. Coincido con Metalsaurio, pensé que volvía a nacer. Ya somos dos los sorprendidos.
    ¡Bravo!

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