martes, 26 de abril de 2011

Sobreviviente




Así habló la anciana toba:

"De chica siempre fui algo díscola, y aquella noche, mientras el chamán cantaba la protección, no sé por qué exclamé fuerte lo que no se puede decir sin que algo espantoso suceda.

Se le pararon los pelos a los reunidos y, justo en ese momento, sentí  la sangre correr entre mis piernas. Impura por vez primera y desafiando a lo innombrable: doblemente grave lo mío.

Al otro día mataron a todos en Napalpí; yo ya había ido al monte, castigada. Me culpé por años."




Este micro de ficción alude a pautas culturales del pueblo toba y a hechos históricos que acaecieron el siglo pasado en Argentina. En 1924, en Napalpí, región del entonces Territorio Nacional del Chaco, una comunidad que trabajaba en el cultivo del algodón y en el cuidado del ganado fue masacrada por policías, hacendados y civiles blancos de la zona. Acusados de promover una 'sublevación' -en realidad, reclamaban por una quita injusta en su salario- fueron sorprendidos
mientras realizaban una ceremonia ritual que los protegería de las armas de fuego del blanco. Los sobrevivientes a los disparos fueron rematados a machetazos, incluidas mujeres y niños.


Foto tomada de la red

jueves, 14 de abril de 2011

Escritura nocturna






Sabes que no debes molestarla, que es mejor cantarle nanas. Aún así, de tanto en tanto una pulsión  aparece y  aunque intentas  no logras contenerte. En esas ocasiones,  en vez de decir: "Hola, ¿qué tal? ¿Así que eres  mi  Medusa?", te convences de  que alguien  usurpó  tu cabeza y que  lo oscuro y  tenebroso que has plasmado no te pertenece.
— ¿Ahí es donde aparezco yo?
—Exactamente, personaje. Exactamente.



Imagen tomada de la red

sábado, 9 de abril de 2011

Pueblo chico





En este lugar nos conocemos todos y eso, en cierto modo, facilita las cosas. De ahí que  no me importara declarar ante la fiscal del distrito (una muchacha preciosa): en la sala, ella era la única extraña. Durante la indagatoria imaginaba su vientre nacarado ondulando bajo mi peso; me cambió el ánimo... Estaba interesada en cuando fui monaguillo y  le dije que a mí el cura nunca me había tocado, que jamás había escuchado que le hubiera pasado a otros.  Lo mismo aseguraron Sper, el comisario inspector; Toño, el de la Marítima y el editor del ‘Pregón del mar,’ entre los de aquella época.
Más tarde, algunos de nosotros estábamos en “The Avengers” tomando unas copas cuando aparecieron  el abogado Ferroni y  la fiscal y  se sentaron a nuestra mesa (sentí que tocaba el cielo). Resultó que habían estudiado juntos y Ferroni y su mujer la hospedaban en su casa. El tema fue inevitable.  Después de lo de la mañana,  supusimos  que la investigación del crimen  iría al frío.  Ferroni coincidió con nosotros. Ella, con elegante discreción  sólo confirmó lo que decía el periódico: sin móvil claro ni sospechosos. Agregó que no estaban seguros de cuál fue el objeto punzante, dicho de un modo que me alteró la respiración.
Después, hablamos de otras cosas y la balanza se inclinó para mi lado. Es una muchacha sencilla. Nació en un pueblo como este, en la sierra; los estudios los pagó trabajando y, por ahora, está casada sólo con su trabajo. ¡Vaya suerte!
La invité a navegar y aceptó. En este momento de mi vida siento que puedo lograr lo que me proponga: sólo deseo hacer las cosas bien. Ferroni y su mujer nos acompañarán. Le mostraremos los mejores lugares de la bahía. Quiero que salga perfecto. Ya tengo casi todo listo abordo, sólo me falta reponer el pica-hielos para preparar los tragos. 


Imagen tomada de la red


viernes, 1 de abril de 2011

La siesta




 ¡Basta de vaguear! ¡Y esta vez, me hacés caso! Te acostás o te ponés a leer, a jugar, lo que quieras. Menos patear contra la pared de Betti ¿me oíste? Que después me la tengo que aguantar yo. ¡¿Está clarito, no?! 

Los gritos le arrebataron  la cara más que el calor de la una de la tarde. Piensa en sus amigos que lo esperan bajo los tamariscos de las vías del tren, y gimotea, y rezonga. Me aburro, repite mientras camina el patio de punta a punta refregándose las manos en el pantalón. Tigre con ganas de llorar. Se para en la hamaca de su hermana, el ruido de las cadenas le hace mal a los dientes; nadie las aceita hace tiempo. Salta, corre, trepa el olmo, se asoma a la casa de Luis. El encalado de las paredes lo encandila; tiembla el aire por encima de la huerta regada en la mañana. Las cortinas están corridas,  la puerta de la cocina, cerrada: duermen; hasta el perro bajo la pileta del lavadero. La bici de Luis no está. Frunce la cara: él también se va, no le importa nada. Presuroso, arrima su bici al portón y va por la llave. Le cuesta la penumbra de la cocina, pero no hay ninguna llave ahí. De puntitas llega a la pieza de su madre; ahí están ella y su hermanita en la cama grande, y el llavero sobre la mesita de luz. Las mira dormir unos instantes y, finalmente, cabizbajo, regresa  al patio, al sol a plomo en la tierra reseca y las baldosas amarillas. Mira por la ventanita de la entrada  hacia la calle: el pavimento hierve.  A lo largo del cordón, una línea brillante de brea le recuerda la cinta de la máquina de escribir de su padre. Le vienen a la cabeza los carretes saltando por el aire, su madre arrancándolos con furia y tirándolos a la basura. Pero los basureros no se los llevaron y la cinta flameó enredada en los yuyos hasta que hicieron el cordón cuneta.
Algo tiene que pasar, piensa y vigila la esquina. En el techo del garaje de enfrente aparece un gato: olfatea, levanta la cola y mea la pared; después, salta al pilar de la luz, baja, cruza sin apuro. Odia los gatos; elije una piedra del lugar en donde antes guardaban el auto. El cascote vuela por encima de la pared y rebota cerca del animal que se espanta.
Nadie en su calle ni en la esquina. Se sienta al lado del portón contra la pared de Betti y se abraza las piernas; la frente le humedece las rodillas. La cabeza le ha quedado al sol y  levanta las manos, juega con la luz hasta que le duelen los ojos. Desde el lado del puerto vienen nubes gordas: una es una tortuga, el caparazón como un globo blanco y la panza gris; pierde las patas rápidamente y se convierte en caracol. Escucha el chirriar de  una bicicleta. Cada vez  más cerca. Tal vez sea Luis que regresa a buscarlo. Se levanta de un salto y mira por la abertura, pero se movió demasiado rápido y se marea. La esquina se le va llenando de motas brillantes: por segundos oye como si tuviera la cabeza metida dentro de un balde. Aprieta los párpados, los abre: no es Luis, sino un viejo que no conoce, y lo putea. También ha visto al camión grande que viene.  El viejo pedalea lento, como cansado; le falta poco para terminar  de cruzar la bocacalle cuando el camión comienza a doblar con una maniobra amplia, como si el chofer hubiese estado distraído y reaccionara tarde. Él queda hipnotizado porque  adivina la trayectoria del acoplado, mientras  la bicicleta  desaparece de su vista.  Entonces, pasa: el acoplado se desplaza por donde segundos antes iba el ciclista,  las ruedas del costado suben y bajan el cordón de la esquina  y la carga cubierta con lonas que se bambolea.  Al crujido metálico  lo oye cuando el acoplado ha desaparecido también; después,  una frenada larga, demorada y un silencio que lo deja sin respiración hasta que empiezan los gritos. Corre a su pieza, se acurruca en la cama y se tapa los oídos. Respira rápido en la oscuridad -los ojos fijos-, recuerda a su padre, el único que decía que él no es un chico malo realmente.


Cuento finalista del III Certamen Nacional Ruinas Circulares 2010


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